
La segunda ola se disparó. 100 mil casos en sólo 4 días que amenazan multiplicarse la próxima semana cuando empiecen a testearse los contagiados del irracional tránsito de Semana Santa.
Cuatro millones de personas circulando por el territorio nacional sin respetar los cuidados mínimos, alentados por el ministro Matías Lammens para practicar el turismo interno. Una vez más, el Gobierno de Alberto Fernández se disparó en los pies. Total normalidad.
Subieron los casos y fue necesario un acting, crear la ficción de las nuevas restricciones. El presidente no tiene legitimidad ni credibilidad para imponer nada. Si se mantenía en silencio lo matarían los medios amigos. Si imponía restricciones reales, la prensa y la coalición opositora harían estragos con su discurso de defensa de las libertades individuales. Como siempre, eligió lo peor: hizo como que ponía nuevas restricciones.
En la práctica, suspendió los viajes de egresados y creó un gigantesco problema de circulación para los informales y los trabajadores no esenciales. Se puso en contra a los empresarios artísticos y gastronómicos con su absurdo recorte de 0 a 6. Los que salen de trabajar a altas horas de la noche y los que inician su tarea a horas tempranas de la mañana quedaron condenados.
Era natural: el presidente sabe muy poco de trabajar en ese horario. Es su horario de distensión y esparcimiento.
La imagen del anuncio en los jardines de Olivos demostraron la precariedad y la soledad en que se encuentra. Cualquiera que contrastara esa escena con las del triunvirato del año atrás notaría el cambio.
Se quedó tirado en medio de la Quinta presidencial. Ni Dylan lo acompañó. Para los medios amigos y sus aliados los anuncios no agregaron nada, y crearon más problemas de circulación que barreras a la circulación del virus. Para sus críticos fue la confirmación de su supuesto autoritarismo. El Covid-19 se lo agadeció y siguió avanzando.
Desencajado salió el jueves en un reportaje radiofónico a tirarle palos a sus críticos. No consiguió más que reavivar el fuego. Cada vez más la conspiración de los multimedia opositores y de los halcones del PRO es más nítida. Lo quieren afuera. Cristina Fernández de Kirchner se limita a dejarlos hacer, manteniendo un riguroso silencio.
Ella también lo quiere afuera. Pero sólo luego de que termine de desgastarse. Ella no quiere pagar el costo político de tener que asumir una transición en medio de la segunda ola. Después de las elecciones sería diferente. Allí se presentaría como la Salvadora. Total, peor que Alberto resulta difícil poder gobernar.
Los números de las encuestas son demoledores. Alberto mide menos del 25 por ciento de imagen positiva y su negativa ya compite con la de la propia cristina, arriba del 65 por ciento. Es tan desastrosa su gestión que hasta ayudó a mejorar un poco la del propio Mauricio Macri.
Los jóvenes, un capital tradicional del Cristinismo y del peronismo, son los más críticos y más de un 35 por ciento asegura que no volverá a votarlo. Les quitó la posibilidad de incorporarse al mercado de trabajo, les clausuró los sueños y ahora volvió a cerrarles la noche.
La inflación de marzo empezará otra vez con 4. Más del 12 por ciento en apenas tres meses, pero la que no está controlada por acuerdos de precios subirá por encima del 7 para los productos básicos en el último mes. El pretendido boom de la construcción y de la producción se frenó. Los sindicalistas ya no pueden contener a sus bases, y los empresarios privados trinan por aumentos y actualizaciones en los servicios y en la medicina prepaga.
Alberto está desesperado. Cristina ya le hizo sabe que Martin Guzmán y su moderación deben ser pasado. En un año electoral hay que ganar elecciones, y tal como se va el resultado podría ser nefasto.
Aquí otra vez Alberto cometió una gaffe terrible: afirmó en un reportaje que no le importaba perder una elección si cuidaba la salud de los argentinos. Habla por boca de ganso: no cuidó la salud de nadie, y puso al Frente de Todos al borde de la derrota.
Mientras la sociedad mira con horror el presente y el futuro, en Olivos no dejan de organizarse “festicholas”. El clima nocturno de esparcimiento supera largamente los míticos tiempos de Carlos Menem. La falta de empatía con la sociedad es absoluta.
En la cubierta del Titanic Alberto pretende señalar el rumbo, sin querer tomar conciencia de que el iceberg ya impacto y el transatlántico se está hundiendo. Peor lo único que el presidente lamenta es que Kate Winslet lo ignore y siga abrazada a Di Caprio.