Ya quedaron en el olvido aquellos tiempos en que Alberto lo llamaba “mi amigo Horacio”. Incluso entonces, Rodríguez Larreta nunca lo correspondió. Para él nunca fue “mi amigo Alberto”, sino un objeto incómodo que se interponía entre el sillón presidencial y su propia ansiedad por ocuparla. Hizo su acting de acompañamiento, de convicción republicana, mientras las encuestas lo recomendaron. Con desagrado, sabiendo que su instalación nacional lo exigía, pero lo debilitaba en la feroz interna del PRO.
Los números de la segunda ola no dejan de conmover. Los sanatorios de la CABA ya no tienen camas, los establecimientos públicos son muy limitados y se acercan peligrosamente a tener que colocar el cartel de “No hay más localidades”.
La segunda ola se disparó. 100 mil casos en sólo 4 días que amenazan multiplicarse la próxima semana cuando empiecen a testearse los contagiados del irracional tránsito de Semana Santa.
Un año atrás, en un reportaje en el que exponía sus ideas sobre la pandemia, Alberto Fernández afirmó que prefería tener un incremento del 10 por ciento en el universo de pobres antes de permitir que el Covid-19 causara 100.000 muertes, ya que la caída económica podría remontarse, pero la muerte no. Los datos consignados esta semana por el INDEC para el 2020 registran un 42 por ciento de pobreza, y un 10,5 por ciento de indigencia, equivalentes a 19,4 millones de personas.
Cuando este 24 de marzo Cristina Fernández terminó su combativo discurso, la locutora oficial del evento la despidió como “Presidenta de la Nación”. A ninguno de los presentes les sonó a furcio desafortunado: simplemente se ponían las cosas en su lugar. Alberto Fernández para el protocolo, Cristina para las decisiones.