Restan menos de cuatro semanas para las elecciones generales, y la política argentina adquirió una dinámica arrolladora. La preocupación por la contienda invisibiliza, a los ojos del gran público, el panorama acuciante que nos espera para el día después de los comicios, más allá de quién se imponga o de si es necesario realizar un ballotage.
En una semana particularmente generosa en definiciones y cambios en las preferencias del electorado de cara a la elección presidencial, el aluvión de malas noticias continúa descargándose sobre Patricia Bullrich, quien no consigue desmadejar el laberinto de sus dudas y limitaciones.
Esta semana Sergio Massa les dio la razón a los que sostenían que la única manera de incrementar las chances electorales de UxP consistía en tomar la iniciativa. Abandonar la procrastinación socialdemócrata albertista para asumir una actitud enérgica, sostenida sobre realizaciones concretas. “Más peronismo”, en definitiva. Y el candidato lo comprendió a la perfección.
Tras la derrota electoral de 2019, Mauricio Macri se llamó sensatamente a silencio. Los resultados de su gestión habían sido desastrosos para la gran mayoría de los argentinos, y dejaba al país con un salvavidas de plomo que nos condicionará durante décadas: el endeudamiento con el FMI y la deuda contraída con acreedores privados.
No cabe duda de que las elecciones de este año son las más complejas e imprevisibles desde que se reinstaló la democracia en 1983. Tal vez tendríamos que remontarnos a las de 2003, cuando a la salida de una gravísima crisis política, económica y social la fragmentación del electorado y la atomización de las opciones políticas permitió que Néstor Kirchner accediera a la presidencia con poco más del 21 por ciento de los votos. Si bien la crisis actual tiene características propias, los rasgos de fragmentación y atomización son fácilmente perceptibles.