El escritor y la libertad de expresión: cuando la palabra se convierte en destino
Por Andrés Bustos Fierro, especial para NOVA
¿Qué hace a un hombre escritor? ¿En qué momento deja de ser un ciudadano más para convertirse en el portador de una voz que busca permanecer más allá de su tiempo?
Tal vez la respuesta se encuentre en un gesto simple pero decisivo: el escritor habla de la vida con palabras que quedan.
Su oficio consiste en rescatar lo vivido del encierro del instante, sacarlo del tiempo y lanzarlo a la memoria común, con la esperanza de que esas palabras iluminen lo que se calla o se teme.
El escritor trabaja con el lenguaje como un artesano de lo invisible. Allí donde la palabra se desgasta, se prostituye o se convierte en ruido, él vuelve a insuflarle alma.
Es, en cierto sentido, un restaurador del verbo. No escribe para entretener la superficialidad del momento, sino para detenerse en lo esencial, en lo que duele, en lo que late sin voz.
Su tarea es delicada: poner la propia intimidad como garantía de sentido, ofrecer luz en medio de las tinieblas.
En este punto aparece la libertad de expresión como un derecho que no es accesorio, sino vital.
El escritor no puede crear sin libertad, porque escribir es siempre un acto de emancipación.
Su pluma abre cauces donde otros ven muros; pone nombres a lo innombrable; se atreve a hablar donde la costumbre o el miedo invitan a callar.
Por eso, la libertad de expresión no es solo una bandera política: es la condición de posibilidad de toda obra que pretenda ser verdadera.
Los regímenes autoritarios lo saben bien. Lo primero que buscan es domesticar la palabra: que el ciudadano no piense lo que vive, ni diga lo que piensa.
El resultado es un pueblo convertido en autómata, sometido al silencio o al grito vacío. Frente a esa maquinaria del miedo, el escritor se transforma en un peligro.
Sus palabras son incómodas porque desnudan lo que se esconde, exhiben lo que se maquilla, denuncian lo que se pretende eterno.
No por azar, los escritores han sido perseguidos en todas las épocas; su riesgo está en la misma medida de su responsabilidad.
Pero incluso más allá de la censura, la verdadera lucha se libra en el interior de cada sociedad.
Cuando la palabra pierde su fuerza y la comunicación se degrada en espectáculo, el escritor debe volver a empezar desde cero.
Volver a tejer sentido, volver a recordar que cada palabra puede ser un comienzo. Ese es su desafío y también su condena: nunca conformarse con lo dado, nunca resignarse al silencio cómodo.
La libertad de expresión es, en última instancia, la libertad de ser. Y el escritor, más que nadie, lo sabe: si calla lo esencial, la vida corre el riesgo de perder su memoria y su dignidad.
Por eso escribe, aunque lo tilden de loco, de inoportuno o de desadaptado. Porque en cada palabra sincera que lanza al mundo, deja encendida una lámpara en medio de la oscuridad.








Seguí todas las noticias de Agencia NOVA en Google News






