Por Andrés Bustos Fierro, especial para NOVA
Lo que dijo Peter Lamelas ante el Senado de los Estados Unidos no asombra por el contenido, sino por el descaro.
No es nuevo que un embajador norteamericano se adjudique el rol de garante regional, pero pocas veces se hizo con esta frontalidad brutal, sin siquiera el disfraz diplomático habitual.
Anunció que viene a “vigilar gobernadores”, a “cortar vínculos con China”, a “asegurarse” de que una dirigente reciba “la justicia que merece” y a “respaldar” al gobierno argentino en las elecciones legislativas. No habló como diplomático. Habló como interventor. O peor: como patrón.
Pero si nos quedamos en la superficie diplomática, nos perdemos lo esencial. Lamelas no sería posible si antes no hubiésemos abierto la puerta. Lo grave no es solamente que venga a tutelarnos.
Lo grave es que lo hayamos aceptado. Que el terreno ya estuviera allanado simbólicamente por quienes, desde adentro, hace tiempo que vacían a conciencia, y de forma sistemática, el alma del país en nombre de una “libertad” que no libera a nadie.
Porque esto no empezó en Washington. Empezó acá. Cuando nos convencieron de que la memoria era un estorbo, que la justicia social era populismo barato, que el Estado era una carga y que la patria era apenas una palabra vieja. Lo de Lamelas es solo una consecuencia más: el síntoma exterior de una enfermedad que llevamos adentro.
El mileísmo (aunque entre nos, darle un “ismo” a Milei es una franca exageración) no es solo un experimento económico. Es una ingeniería emocional. Un proyecto de colonización subjetiva.
No les basta con dinamitar el Estado: quieren demoler al sujeto argentino. Borrar sus palabras, su historia, sus símbolos, su idioma político. Destruir lo que nos sostuvo incluso en las peores tormentas: la comunidad organizada, la solidaridad barrial, la cultura del trabajo, el sentimiento de pertenencia.
Y en su lugar, imponer una estética prestada: Silicon Valley, Tel Aviv, Miami, Texas, Mar-a-Lago.
Lo que se disputa no es un plan de gobierno. Es la matriz cultural de un pueblo. Por eso Lamelas no actúa solo. Lo acompaña una legión de influencers obedientes, opinólogos de alquiler, académicos travestidos de tecnócratas, y un sistema mediático que repite como dogma la idea de que “ya no hay alternativa”. No son sólo comunicadores: son operadores del vaciamiento simbólico.
Hace unos días, en Córdoba, vimos una postal que no debería pasar inadvertida: el llamado Derecha Fest. Presentado como un festival libertario, pero ejecutado con la estética de un culto. Arengas militarizadas, cantos de odio contra el “enemigo interno”, coreografías de masas con fe ciega y violencia contenida. Era más una misa política que un acto cívico.
Y si uno agudiza la memoria, recuerda escenas parecidas en los años treinta, en aquel Luna Park donde el nacionalismo local imitaba sin pudor los rituales del fascismo alemán.
Claro, ahora no levantan la esvástica. Su catalizador simbólico es el algoritmo. No marchan con brazaletes, pero sí con hashtags. No se proclaman fascistas, sino “rebeldes antisistema”. Pero el mensaje de fondo es el mismo: odio al diferente, desprecio por la cultura, adoración del mercado, y reducción del ser humano a una mera mercancía, el hombre unidimensional.
Por eso, cuando desde ciertos sectores del peronismo se sugiere que personajes como Trump o Netanyahu pueden ser “aliados tácticos”, el error no es sólo político: es conceptual. Confunden soberanía con subordinación.
No hay nada nacional en convertirnos en zona franca de negocios foráneos. No hay nada patriótico en ser peón de una guerra ajena. Trump y Netanyahu no vienen a salvarnos del globalismo. Son la cara más brutal del nuevo orden. Y Lamelas, en ese juego, no es diplomático. Es emisario. Es agente de alineamiento.
Por cierto, de más está decir que si el genocida de Netanyahu es “compañero”, debemos cambiar urgentemente de bando. Personalmente puedo decir que nunca seré compañero del horror.
Por eso esta discusión no es sobre un embajador. Es sobre nosotros. Sobre qué estamos dispuestos a permitir, a naturalizar, a callar. Porque una nación no se pierde cuando le imponen un delegado extranjero. Se pierde cuando empieza a hablar con palabras ajenas, a sentir con emociones prestadas, a votar con deseos que no son propios.
Si aceptamos que nos vigilen, que nos diseñen el deseo, que nos dicten el relato y hasta el decorado, el problema no será Lamelas. Seremos nosotros. Porque habremos renunciado, no sólo a nuestra soberanía política, sino a algo más profundo: la dignidad de pensarnos desde nuestras heridas, desde nuestras contradicciones, desde nuestra historia.
No se trata de él.
Se trata de nosotros.
Y de si todavía queda algo en este país que no esté en venta y se parezca más al amor, la solidaridad, el mate entre amigos y ese abrazo de gol que rompe todas las distancias.








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