La noche del 23 de junio de 1935, Gardel se despidió de Bogotá con un emotivo programa en vivo para La Voz de La Víctor, transmitido desde la plaza de Bolívar.

Horas después, embarcó rumbo a Cali en un Ford Trimotor de la compañía SCADTA. Al aproximarse al aeródromo Olaya Herrera de Medellín, una ráfaga de viento desvió la trayectoria de su aparato, que impactó contra otra nave en tierra y estalló en llamas. Gardel, su letrista Alfredo Le Pera y otras 16 personas perdieron la vida al instante.

La noticia se propagó con la velocidad del aire. En Nueva York, se dice que una joven admiradora intentó quitarse la vida al conocer la noticia; pocos años después, Mar del Plata y Montevideo consignaron sus propios homenajes.

Gardel, nacido en Toulouse y criado entre los arrabales porteños, había logrado trascender fronteras hasta convertirse en un símbolo universal del desamor y la nostalgia.

90 años de memoria viva

A nueve décadas de aquel fatídico 24 de junio, Colombia reivindica a Gardel no solo como cantor, sino como artífice de un puente cultural que aún hoy late en las milongas de Cartagena, Cali, y, sobre todo, en Medellín.

Las emisoras nacionales mantienen espacios semanales de tango, y escuelas de baile en Bogotá exploran sus tangos menos conocidos, como “Volver” y “Cuesta abajo”, para preservar el repertorio original.

Noventa años después, la tragedia que arrancó la vida de Carlos Gardel refuerza, paradójicamente, su presencia jubilosa: cada acorde de bandoneón, cada compás marcado con el zapateo, recuerda que Gardel vive en cada abrazo tanguero que se da en una pista.