Perfiles Urbanos
Una historia, un mito, una batalla cultural

El hombre que encontró un universo en un alfajor: la dulce obsesión de Facundo Calabró

Facundo Calabró, el catador de alfajores.
Preparándose para realizar una cata.
Preparándose para realizar una cata.
Con los alfajores cortados preparados para ser probados.
Con los alfajores cortados preparados para ser probados.
La tapa de su libro, “En busca del alfajor perdido”.
La tapa de su libro, “En busca del alfajor perdido”.
Facundo Calabró siendo jurado en la Fiesta nacional del alfajor.
Facundo Calabró siendo jurado en la Fiesta nacional del alfajor.

Si alguien tipea “alfajor” en el diccionario de la Real Academia Española, la primera definición que aparece es la de una pasta dulce árabe, lejana a la golosina que los argentinos abrazamos como propia. Pero Facundo Calabró, el Catador de Alfajores, no necesita definiciones: él sabe que detrás de cada bocado hay una historia, un mito, una batalla cultural.

“Después del Terrabusi, el Capitán del Espacio y el Jorgito. Podríamos decir que estas tres versiones constituyen el punto de partida, los cimientos, del resto de los alfajores del mercado”, escribió en una de sus primeras reseñas. Así empezó todo: con una pregunta simple pero profunda. ¿Qué hace único a un alfajor?

Facundo tenía 20 años, estudiaba Letras en la UBA y Locución en el ISER cuando, en 2016, creó El alfajor perdido, un blog que mezclaba ensayo literario, crónica gastronómica y filosofía de kiosco. “No me acuerdo bien por qué se llamaba así. Yo estudiaba Letras y era como una referencia al libro de Proust (En busca del tiempo perdido) que no había leído”, confesó entre risas.

El primer post fue una comparación entre el Capitán del Espacio y el Jorgito glaseado. “Mi inquietud era: ‘Tengo estos dos alfajores que en principio deberían ser iguales: pesan lo mismo, tienen paquetes parecidos, son blancos’. Entonces, decía: ‘¿Dónde se puede inscribir la diferencia entre estos dos productos?’”.

Esa búsqueda de lo mínimo, de lo casi imperceptible, lo obsesionó. Porque para Facundo, un alfajor no es solo un dulce: es un diálogo entre tradiciones, un reflejo del capitalismo, una batalla de identidades.

El mito del Capitán del Espacio y el nacimiento de una obsesión

Todo comenzó con un alfajor quilmeño. “Siempre me acuerdo de ese momento cuando descubrí que había algo que se llamaba Capitán del Espacio”, contó. Un compañero del ISER le habló de su fama legendaria en el conurbano, pero su escasa presencia en Capital. “De alguna manera eso me hizo intuir que en los alfajores había una materia interesante. Me interesaba esta combinación entre algo muy material, como un sabor, y una leyenda”.

Esa dualidad lo sedujo: el alfajor como objeto comestible *y* como símbolo cultural. “El mapa de los alfajores es fascinante. Hay mucho plagio, mucho juego. El ejemplo que más me gusta es el de Cachafaz, que nace casi como un desafío al Havanna y al mismo tiempo como un homenaje”.

Pero el verdadero disparador de su proyecto fue más íntimo: un recuerdo de infancia.

“Algo debió hacerme ese alfajor tan extraño que me daban de merendar en las tardes de la colonia del Club Comunicaciones. Tuvo que ser bastante seria la cosa para que ahora, una década más tarde, aunque nada me acuerde del Club Comunicaciones ni de la colonia, todavía tenga como anclado, en alguna zona remotísima del paladar, el sabor de ese alfajor”, escribió en su libro En busca del alfajor perdido.

Ese alfajor Fulbito de maní, con cobertura rugosa y dudoso valor nutricional, fue su primer contacto con el universo que luego exploraría como un arqueólogo de lo dulce.

De bloguero anónimo a trending topic

El salto a la fama llegó de la mano de un titular polémico. “Fue bastante azaroso. Un periodista de Clarín, Hernán Firpo, descubrió mi blog —que realmente se leía poco— y me hizo una nota que tuvo mucha repercusión porque tenía un título medio polémico: ‘El Cachafaz superó al Havanna’”, recordó.

La nota fue trending topic en Twitter. “De golpe todo el mundo me escribía al WhatsApp. Me volví como medio famoso dentro de mi círculo. Obviamente una fama limitada, pero había un montón de gente que de repente sabía quién era yo”.

Con la exposición llegaron las invitaciones a TV. “Una cosa bastante absurda que odiaba”, admitió. “Me vendaban los ojos y me hacían probar alfajores y adivinar. Todo lo que sucedía en televisión era un poco humillante. Ese fue el precio que tuve que pagar por haber aprovechado un tema tan popular para escribir las cosas que yo quería”.

Pero también llegaron oportunidades valiosas: un libro, viajes a fábricas, fiestas del alfajor. “Lo que más disfruté fue investigar, entrevistar gente, conseguir información que nadie antes había conseguido. El terreno era tan virgen que de golpe estaba creando la historia del alfajor”, dijo.

El arte de descifrar un alfajor

Para Facundo, catar no es solo probar: es interpretar. “Trato de descifrar qué está tratando de decir un alfajor, cómo se inserta en el mapa de los alfajores, a quién está tratando de emular”, explicó.

Y aunque hoy su vida gira en torno a otro oficio —es lingüista computacional—, su mirada sobre los alfajores sigue siendo única. “Siempre estuve en contra de los puntajes. ¿Qué es el diez? No hay un alfajor ideal. Si lo hubiera, sería todo muy aburrido”.

Entre sus preferidos, elige uno histórico: el alfajor santafesino Merengo, de masa rústica y dulce de leche. “Es el alfajor de la colonia, el primer alfajor nacional”, dijo.

Pero más allá de los sabores, su verdadero legado es haber convertido un producto cotidiano en un objeto de culto. Como Cortázar con sus cronopios, Facundo le enseñó a los argentinos a mirar con nuevos ojos ese acto simple —y a veces automático— de morder un alfajor.

Porque, al final, un alfajor no es solo un alfajor. Es un viaje en el tiempo, una batalla cultural, un pedacito de historia. Y Facundo Calabró lo sabe mejor que nadie.

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