
Sagaz como siempre. Intrépido e inquisidor. Adjetivos que sólo califican a Martín Vestiga, un asiduo colaborador de NOVA que vive trabajando y que, en sus ratos libres, investiga como pocos. Todo un adicto a su profesión.
El aroma a café recién hecho se mezclaba con el murmullo de las conversaciones en el bar de siempre, a dos cuadras de la Casa Rosada. Martín Vestiga, con su libreta en mano y una mirada que siempre parecía estar un paso adelante, sabía que ese día no sería como cualquier otro. Fue entonces cuando apareció Tito Rosca, un personaje tan despreciable como inevitable en el submundo de la política.
Con su traje barato que parecía haber sido arrancado de un maniquí de liquidación y una sonrisa que recordaba a la de un vendedor de autos usados, Tito se deslizó hasta la mesa de Martín como una sombra pegajosa.
—Che, Vestiga, ¿te enteraste de lo que se está cocinando en la Rosada? —preguntó con ese tono de voz que siempre hacía dudar si estaba contando la verdad o vendiendo humo.
Martín lo miró con desconfianza, pero sabía que, aunque repudiable, Rosca siempre tenía algo entre manos.
—Hablá, Tito, pero si es otro de tus cuentos de la liga menor, no me hagas perder el tiempo.
Rosca se rió, mostrando unos dientes que parecían desafiar cualquier noción de higiene bucal.
—Nah, esto es de primera. Federico Sturzenegger está por ascender a jefe de Gabinete. Sí, el mismo que te arregla la economía mientras te cobra la consulta. Y adivina qué: Luis Caputo va a quedar bajo su lupa. ¿Te imaginás? El tipo que manejaba los hilos del FMI ahora con el programa económico condicionado. Esto es como poner a un gato a cuidar las gallinas.
Martín arqueó una ceja. La idea de Sturzenegger ascendiendo no era descabellada, pero las implicancias eran enormes. Caputo, el ministro de Economía, ya había dejado entrever que su salida del gobierno era cuestión de tiempo. Sin ambiciones políticas y con la mira puesta en volver al mercado, su posible retirada abría un abanico de posibilidades. Y, por supuesto, el "triángulo de hierro" —esa alianza entre Karina Milei, Santiago Caputo y Javier Milei— no iba a dejar pasar la oportunidad de sacar ventaja.
—¿Y Guillermo Francos? —preguntó Martín, sabiendo que el actual jefe de Gabinete estaba en la mira desde hacía semanas.
—Francos está en la cuerda floja —respondió Rosca, con una sonrisa que rozaba lo siniestro—. Lo vienen limando hace rato. Si Sturzenegger sube, es cuestión de tiempo para que lo saquen de escena. Y ahí, mi querido Martín, el triángulo se cierra. Todos ganan, menos los que están afuera, claro.
Martín tomó nota mentalmente. La jugada era clara: consolidar el poder interno, asegurar el control sobre el programa económico y, de paso, deshacerse de un incómodo. Pero algo no cerraba del todo.
—¿Y el FMI? —preguntó, sabiendo que cualquier movimiento en la Rosada podía complicar las negociaciones con el organismo.
—Ahí está el moño que falta —dijo Rosca, levantando las manos como si estuviera vendiendo una idea genial—. Sturzenegger metido en la negociación puede ser un arma de doble filo. Si el presidente quiere cerrar el acuerdo, va a tener que bailar al ritmo que le marquen. Y ya sabés cómo son estos tipos: siempre tienen una carta bajo la manga.
Martín asintió, sintiendo el peso de la información. Mientras Rosca se alejaba, deslizándose entre las mesas como una cucaracha en busca de su próxima migaja, él sacó su grabador. Había historias que no podían esperar, y esta era una de ellas.
"Cambia, todo cambia", recitó en su cabeza mientras tomaba notas, recordando la canción de Mercedes Sosa. Porque en este juego de poder, donde las lealtades son tan frágiles como un billete de papel, lo único constante es el cambio. Y Martín Vestiga sabía que, en la Rosada, el cambio siempre viene con un precio.