Por Alfonso González, especial para NOVA
"El hombre perdería completamente su temor a la muerte si entendiera que, realmente, es un ciudadano de la eternidad y mero "peregrino fugaz" en la tierra."
“¿Dónde está oh muerte tu aguijón, dónde oh sepulcro tu victoria?” San Pablo. Alguien decía “La vida es un sueño, la muerte un despertar”. Es para analizarlo. Creo que al pensar en la muerte, lo hacemos siempre desde una convención temporal. No es la muerte en si, como hecho biológico, lo que nos espanta sino esa percepción tan humana de un fin, la que nos provoca escozor; esa vulnerabilidad tan latente, que creció junto a nosotros.
El miedo a la muerte quizás no sea más que la duda acerca de cuál será el lugar en el que nos tocará estar. Es el arraigo a un mundo y a una realidad conocida por la que nos resistimos “a partir, a tomar un nuevo rumbo, en la inescrutable eternidad”.
Tal vez sea el temor de no encontrarnos en un lugar donde preveíamos y elegimos posar. Pero, ese punto abstracto, no es un “territorio”, un referente espacial, en el sentido rígidamente geográfico, sino un sitio donde, la representación lingüística, convencional de “lugar,” puede, en realidad, traducirse en esa realidad concreta, previsible y tangible que nos roza la cara día a día.
No nos hiela la sangre el fin en sí mismo, sino un advenimiento impuesto; nos aterra la fuerza indómita de un “por venir”, o un “por llegar”. Nuestro problema ante la muerte tal vez no sea; aquello que se va, sino un nuevo y súbito advenimiento.
No sería un; “alejarse de la costa o ribera de la vida”, sino la aproximación tétrica a un puerto, al que la corriente de lo que no sabemos definir, o siquiera nombrar; nos lleva allí, sin más trámite. Llamamos resignación o propensión al suicidio, cuando preferimos como consuelo; la inconsciencia de aquel viajero, que, apoyando el mentón sobre sus manos; mira de reojo un muelle difuso, impenetrable, pero ante el cual no es capaz de ensayar la más tímida resistencia. Eso es así, pienso, porque aquello que llamamos fin, no lo asumimos como el fin de todo, más bien;” es el fin de un recorrido”.
Al son del corazón
La vida, aquella que merece ser llamada “vida”, es dinámica, movimiento; es un ir hacia delante y significa percibir un mañana, un próximo punto de arribo. Es que, la angustia ante la muerte significa nuestra reacción ante un potencial destino; ese “puerto de puertos”, al que no logra definir nuestra razón y del cual no tenemos la más mínima semblanza.
Prevemos, “elegimos”, aunque sin poder asegurarnos, la próxima etapa pero no logramos, con certeza, “planificar” la última, por la cual, todas las precedentes parecen perder sentido. Somos capaces de ponerle un nombre o descifrar la siguiente secuencia de nuestra vida, pero nos mostramos impotentes para poder siquiera, intuir la última de ellas. Ya exhaustos de tanto pensar, en algún momento de nuestro derrotero, concluimos: “¿no es la última secuencia; el sentido de todas las que las precedieron y el eje rector o directriz de todo nuestro itinerario? Sin embargo, nuestra razón, una y otra vez, intenta debatirse contra el monstruo del misterio, de lo desconocido. No obstante, acotar el eje de nuestra visión en la instancia última de nuestra vida, no significa saciar “nuestra sed de mañana”. Será, quizás que, el estímulo a seguir tras un objetivo, no es atraparlo sino buscarlo.
Dicen que, “el deseo se degrada cuando es alcanzado”, y, por la misma razón tal vez; el inminente arribo a un destino final despoja de sentido a nuestro andar. Ese placer de la búsqueda y el éxtasis de acercarse es lo que, verdaderamente, se asemeja a la satisfacción plena. No es la certeza de que podré atraparlo, sino la conciencia de que voy en persecución del objetivo y, la sensación certera de que, cada vez, estoy más cerca. No obstante, el anhelo consumado, el deseo cumplido, para desilusión nuestra; no significa el estallido inmediato de jubiloso festejo, sino la sensación extraña y contradictoria de una “ausencia” de horizonte. El que estaba, nos estimulaba e impulsaba ¡ya no está!
La coronación de un sueño implica la impostergable necesidad de generar otro que nos movilice; otra meta que dé sentido a nuestro ir hacia delante. Haber alcanzado lo perseguido no es el estímulo a continuar la inercia de nuestro andar, ¡no!. Si no surgen nuevos “contratos con la vida; otros renovados horizontes, nuestra marcha, el ir hacia delante perderá energía. “Ir, “caminar”, “luchar por la vida”, constituyen verbos que necesitan premisas claras.
El tiempo: ese espacio sin cartografía
Es bueno “ir” pero... ¿hacia dónde? Es imprescindible marchar pero... ¿en pro de qué? Es admirable aquel hombre “que lucha”, pero ¿puede existir el afán de luchar sino hay un ideal, un motivo, ideal o emergente, que le dé sentido? Por eso vivimos insaciables, por eso nunca admitimos la culminación de nuestros proyectos: No lo hacemos, porque, si así fuera; nos daríamos de bruces, nada y más menos, que contra la inminencia de la muerte, del fin del recorrido. Entonces; los sueños, las metas y los proyectos, no son más que convenciones humanas; meras categorías abstractas, que nos sirven para evadirnos de la inminencia de un final. Somos como el marinero que dirige su prismático hacia el horizonte y lo desvía, súbitamente, cuando divisa la semblanza de una costa.
Es que...lo que nos aterra, no son siempre las olas crispadas; en verdad; la peor zozobra es para nosotros la quietud y, “el bajarnos del barco”. Preferimos el puerto soñado al puerto alcanzado. La cabecera de playa de nuestras conquistas, no son la tierra firme, sino los horizontes inescrutables de la inmensidad. Si no existiera una garantía de regreso a lo insondable del mar, aunque la costa sea firme; comprenderíamos rápidamente que tal desembarco definitivo, aunque nos garantiza estabilidad, nos restringe dramáticamente la mirada. Los barcos no hallan lugar tan seguro como los puertos; las fuertes amarras y el enorme ancla, los resguardan de las tormentas pero, no fueron creados para permanecer allí anclados.
Los barcos han sido diseñados para navegar y desafiar las tempestades en alta mar. Ante la inminente llegada, si no hay una posibilidad cierta de volver a ese barco equipado para llevarnos a nuevos puertos, el “arribo soñado”; nos anclaría en una geografía definitiva y, por lo tanto, extraña. Es que todo aquello que connota un carácter de irreversible o eterno para el hombre, resulta exótico, ajeno y hasta repulsivo. Sí, aún la garantía de eternidad no elegida, no diseñada por él, se asemejaría a una sofisticada, pero al fin concreta; categoría de muerte. Es que el hombre tiene instinto de nómade; el hombre nació para transcurrir y, por eso; no se resigna a llegar. El hombre, en otras palabras; tiene vocación de eternidad, pero de una eternidad en sentido antropológico; una eternidad que equivalga a una prolongación infinita de su arbitrio; una confirmación de su soberanía en el trazo del propio derrotero y de los próximos horizontes. El hombre sueña con llegar pero, aunque declame lo contrario, vive para huir de un final; de un final que presiente pero, no admite.
La vida: un derrotero sin cronometro
Lo que seduce al hombre, aquello que inspira en él ganas de vivir, de respirar y de luchar; entonces, “no es el arribo, sino el viaje”. La lógica que revitaliza su existir, no es una cuenta regresiva; él prefiere huir de esa certeza. A él no le seduce un mañana cierto, cristalizado, ya escogido, ya determinado. El prefiere la cuenta progresiva, esto es; el avance permanente hacia metas renovables y hasta cerebralmente difusas, como estrategia frente al terror de un final que intuye, pero se rehúsa a tener presente.
Si nos dijeran cuantos años, meses, días y horas vamos a vivir, con total precisión y pusiéramos en el almanaque ese momento designado; aunque tal plazo supere la mejor expectativa de vida; viviríamos paralizados ante la inminencia de un final “marcado”. Imagínense si alguien decretara con extrema precisión, el momento de nuestra muerte, de esta manera: “Juan va a morir a las 14:21 hs. del día 14 de diciembre de 2038”. Quizás Juan no hubiese aspirado tanta expectativa de vida y menos aún, el médico más optimista le hubiera diagnosticado tanta salud pero, saber con certeza el instante exacto de su partida, habrá transformado su vida en una obsesiva declinación hacia el final; en una penosa marcha frontal hacia la inescrutable eternidad.
Nuestra vida, si conociéramos la hora de su final, podría transformarse, ya no en un; avance hacia un mañana, sino en una expectativa tétrica y resignada de una finitud implacable; una tortuosa cuenta regresiva con real sabor a condena de muerte. Es que se habrá disipado en esa declaración de fecha, la ilusión omnipotente del viajero; la potestad de imaginar un horizonte sin línea final que marque la inminencia de nuestra finitud.
El hombre se rebela a que le pongan término; no admite que otro sea el dueño de su hora. Prefiere la muerte elegida, a la vida impuesta arbitrariamente “por un tercero”. La clave de su táctica entonces no es el reconocimiento casi científico o cerebral de “cuanto le queda” para poder, con esa información, planificar su futuro. No, su estrategia radica en la proyección, deliberadamente inconsciente, hacia un mañana sin pautas numéricas, sin categorías pretendidamente representativas, ante las que deba postrarse, por imperio de las evidencias, frente a ese fenómeno indescifrable pero contundente; llamado tiempo. La muerte entonces no sería un acontecimiento; un corte abrupto, o el fin de todo...la muerte podría ser un viaje, un viaje para el cual, al fin y al cabo, no hemos sacado pasaje de vuelta o boleto de retorno y, cuyo destino a arribar, no figura en los catálogos de las mejores agencias del viaje del mundo. El miedo a la muerte no tiene que ver entonces con la espesura de lo desconocido, sino, más bien, con las penumbras de la quietud eterna. Parecería ser, antes que nada; una corriente que nos arrastra impotentes al letargo de un puerto foráneo; a la imposición de un final caprichoso en forma de un puerto no elegido por nosotros. En esa instancia, la angustia estribaría en; “ya no estar en el mismo lugar”.
En una sensación tétrica de destierro eterno y exilio infinito. En otras palabras; podía significar aquella inercia temeraria de; “sentir que me llevan en el corcel de unos caballos blancos, a los cuales, por más que tiro, de los frenos, no logro parar ni sosegar. “¡Paren que me bajo!”, nos gustaría exclamar. En esa instancia, en otro lugar, ajeno y extraño al ser humano, aunque “celestial” y trascendente a lo efímero de nuestra limitada vida, según hemos oído desde la religión o la metafísica; imaginamos que la frigidez de nuestros sentidos, no podrían ya percibir el calor, el color, el sonido, el olor, la textura y... ni siquiera tener contacto con el dolor.
El miedo a la muerte entonces sería: dejar de ser lo que somos y, lo que, creemos, haber elegido ser. Es que...el estar peregrinando, aún en medio de avatares e inestabilidades, significa estar o ir. Equivale a tener la chance de renovar la permanente esperanza de elegir nuestro destino final.
No hay vida sin proyectos. No hay navegación sin puertos
Dicen que el síntoma indiscutible de que “estamos viejos” es, cuando el caudal de nuestros recuerdos supera al de los proyectos de vida que hemos diseñado. El temor obsesivo ante la muerte, quizás se asemeje a esa sensación que se siente cuando, en el caótico bogar de una nave en el mar infinito; nos encontramos con la ausencia angustiante de un atalaya que sepa olfatear el crepúsculo de un nuevo mañana. Tal vez aquel miedo, sea también la falta de una brújula que conduzca a un horizonte elegido y estar frente a la inminencia de acercarse a un puerto, acaso digno pero, jamás admitido. Sí, la muerte podría ser el presagio insistente y molesto del final de un camino; el derrotero expresado en una categoría temporal, que nos enfrenta ante un final previsto o un límite no elegido por nosotros; una estación que no hemos podido precisar o siquiera descifrar.
Nuestra expectativa ante la muerte, quizás sea la conciencia trémula de nuestro andar anárquico. Tal vez sea ese discurrir carente de sentido que; ante la ausencia de un punto final descifrable o ante la negación permanente y sistemática de un tope preestablecido, en un momento determinado y a la luz lúgubre de un ocaso de sol, pueda oler fuertemente a precipicio. Lo que nos inspira temor es percibir que estamos en medio del cauce de un fenómeno tan real como ininteligible, una inercia extraña que me lleva; “adonde yo no sé, si quiero ir”. Es que la vida es eso; se asemeja al aire en el cual estoy inmerso; me envuelve me protege, me cobija, me da vida, pero que, sin embargo; jamás podré atrapar; con tal de asegurarme un determinado volumen o una posesión eterna.