Por Luis Gotte, especial para NOVA
Recientemente, la Bolsa de Cereales de Buenos Aires organizó un almuerzo que congregó a representantes de la Cancillería Argentina, la Embajada de Estados Unidos y la Cámara de Comercio de Estados Unidos-Argentina (AmCham).
El encuentro tuvo como eje resaltar el rol estratégico del sector agropecuario en el desarrollo económico del país y fortalecer las relaciones comerciales entre ambas naciones, bajo la propuesta de que Argentina se posicione como un actor clave en "alimentar al mundo".
Sin embargo, esta ambición presenta una paradoja evidente: mientras Argentina enfrenta graves desafíos internos en producción agrícola, infraestructura y disponibilidad de mano de obra, las aspiraciones de convertirse en un proveedor global de alimentos parecen estar desconectadas de su realidad actual. Esto plantea interrogantes cruciales sobre la viabilidad de dicha meta y las posibles consecuencias socioeconómicas que podrían surgir.
El sector empresarial ya ha advertido que Argentina no tiene política agroindustrial y que, si se busca aumentar la producción agrícola hasta alcanzar los 180 millones de toneladas de cosecha, por ejemplo, no hay manera de trasladarla internamente porque no se cuenta con rutas apropiadas, no hay trenes, y los políticos parecen desentenderse de la problemática.
Este ambicioso objetivo enfrentaría obstáculos estructurales que el país no ha logrado superar. Entre ellos, la escasez de personal calificado y la falta de mano de obra rural son retos importantes. Aunque ha habido avances tecnológicos en el sector, la actividad agrícola sigue requiriendo una considerable cantidad de trabajadores para cubrir todas las etapas del ciclo productivo, desde la siembra hasta la cosecha y el transporte de la producción.
Un claro ejemplo es la provincia de Buenos Aires, el corazón productivo del país, con un 92 por ciento de su población urbanizada, de la cual el 67 por ciento reside en el área del AMBA que representa el 4,6 por ciento de la geografía bonaerense, y con 110 de sus 135 municipios dedicados a la actividad agrícola, ganadera y frutihortícola. Casi toda la región productiva se encuentra despoblada, con una población envejecida y una migración joven sostenida hacia los centros urbanos.
La falta de incentivos para que los jóvenes se establezcan en el campo es un problema recurrente, agravado muchas veces por las condiciones laborales precarias y la escasez de servicios básicos. Esto plantea una pregunta inevitable: ¿cómo se espera lograr un incremento en la producción sin contar con el personal necesario para hacerlo? ¿Será la solución, como a comienzos del siglo XX, recurrir a la inmigración para suplir esa mano de obra?
Además del problema de la mano de obra, se debe considerar la deficiencia en infraestructura logística para manejar un volumen tan elevado de producción. El sistema de transporte, especialmente el ferroviario, clave para el traslado eficiente de productos agrícolas, ha desaparecido.
Por lo tanto, serán los camiones los responsables del traslado de la producción, lo que lleva a que los caminos rurales también presenten graves deficiencias, dificultando aún más la conexión entre los centros productivos y los puertos de exportación. Sin una inversión sustancial en infraestructura, el aumento de la producción solo profundizará las ineficiencias actuales.
A esto se suma el desafío de la tecnología, una herramienta clave para mejorar la competitividad del sector agroexportador. Sin embargo, Argentina se encuentra rezagada en este aspecto. Aunque ha habido avances en biotecnología y en la incorporación de maquinaria moderna, el 75 por ciento de esta tiene más de 15 años de antigüedad, lo que evidencia una falta de actualización tecnológica.
Además, el país carece de los recursos para desarrollar esta tecnología de manera autónoma. Tanto Estados Unidos como Europa Occidental, líderes en innovación agrícola, han mostrado reticencia a transferir tecnología avanzada a países emergentes como Argentina, perpetuando una relación de dependencia que frena el desarrollo soberano de la agroindustria local.
Frente a estos desafíos, surge una posible solución, tentadora en el corto plazo, pero que podría tener implicancias negativas en el largo plazo: arrendar tierras a capitales extranjeros. En los últimos años, grandes empresas y fondos de inversión, principalmente norteamericanos y del Reino Unido, han mostrado interés en adquirir o arrendar tierras fértiles en distintas partes del mundo, y Argentina no es la excepción.
Este tipo de acuerdos, en los que los inversores extranjeros se encargan de la producción y comercialización de los productos, podría parecer un recurso rápido a los problemas mencionados. Sin embargo, implica una cesión significativa de control sobre los recursos nacionales.
Arrendar las tierras a extranjeros significa, en la práctica, continuar con un modelo extractivista similar al que se consolidó a partir de 1861. En aquel entonces, Argentina se enfocó en un esquema agroexportador que favorecía el flujo de capital extranjero a cambio de materias primas, sin generar un desarrollo industrial o tecnológico interno.
El riesgo de repetir este modelo es evidente: si bien podría aumentar la producción agrícola y generar ingresos a corto plazo, las ganancias principales quedarían en manos de los inversores extranjeros, dejando al país en una posición de dependencia y sin posibilidad de capitalizar a largo plazo sobre sus propios recursos.
En definitiva, sin políticas de Estado claras y sin una verdadera voluntad política para invertir significativamente en infraestructura, tecnología y en políticas de poblamiento que promuevan el arraigo en las zonas rurales, Argentina corre el riesgo de perpetuar un modelo extractivista que ha demostrado ser poco beneficioso.
La solución no radica en depender de aliados externos para explotar los recursos locales, sino en una reconfiguración estructural que permita al país generar su propio modelo de producción, basado en el desarrollo soberano y sostenible.