Inflación: el monstruo que crece mientras hacen campaña
El relato no opaca los hechos; éstos matan todo relato. Que la dibujen como quieran, pero la realidad es una sola: la remarcación diaria de precios se ve todos los días en las góndolas argentinas, producto de una incertidumbre que anula la mínima chance de previsibilidad en una economía que acumula un 130 por ciento de inflación interanual y totaliza un 609 por ciento desde que asumió Alberto Fernández en 2019. El índice más elevado desde 1991.
Sin embargo, el foco de los candidatos hacia las generales está lejos de las necesidades de la gente. A siete semanas de la definición del nuevo Presidente, las dos fuerzas opositoras pisan el acelerador de sus campañas, obsesionados por retener y aumentar el caudal electoral logrado en las PASO, mientras un errático oficialismo sigue aplicando recetas repetidas sobre un caldo de cultivo con sabor a moho.
Por ejemplo, el congelamiento de precios a corto plazo. Solo hace falta tener sentido común para deducir que cuando el mismo haya caducado, esta “brillante idea” se habrá convertido en una olla a presión que provocará una nueva y brutal disparada inflacionaria que hará volar por los aires todos los índices que durante dos o tres meses fingieron contener. Este fenómeno volverá a activar la picadora de carne descontrolada de un mercado desenfrenado debido a una falta de regulación estatal eficiente, lo cual lógicamente originará un nuevo reclamo de actualización paritaria de a clase trabajadora para poder enfrentar la escalada de precios, provocando un nuevo momento de quiebre en las grandes empresas y pymes, estas últimas desgastadas de cuatro años de asfixia impositiva y tarifaria.
A esta altura, ¿se puede esperar algo más que la inoperancia? Este tipo de anuncios, como el del bono-parche que se le vino en contra como un boomerang, es una muestra más de las constantes desinteligencias a las que nos tiene acostumbrados un Poder Ejecutivo que de “ejecutivo” no tiene nada, porque falla más de lo que acierta, ya sea por falta de materia gris, por incapacidad de armar equipos idóneos o por la negación de leer una dura realidad que está a la vista, aunque no les afecte. Las mismas figuritas han rotado de un ministerio a otro, de un ámbito del Estado a otro, para no resolver absolutamente nada.
Este barco a la deriva no tiene un capitán genuino que pueda estar a la altura de semejante tsunami. La ex capitana a la que tanto le apasionaba conducir las arcas del Estado hacia sus propios intereses se ha embarcado en una huida magistral –la victimaria jugando a la víctima-, mientras el capitán puesto a dedo por ella, autor del desastre socioeconómico actual, se pasea con soberbia por ciudades, provincias y países consumiendo la última gota de nafta que le queda y saboreando el último sorbo de champagne antes de dejar el poder sin un solo rasguño. Una gestión bochornosa con autocrítica cero, una fórmula que en ningún lugar del mundo resiste.
Ahora, hay un capitán suplente que hizo un trabajo de hormiga para llegar a la cumbre en su afán de apropiarse del timón y conducir el destino de 45 millones de almas; el problema es que quiere el pan, la torta y los aplausos de la fiesta. Y a veces, todo no se puede. Para ganar credibilidad, hay que resignar algo, proyectar para el bienestar común, generar empatía con ideas claras y concretas, y mostrar evidencia de expertise en la materia. Y en eso, viene haciendo agua.
La gente, por su parte, solo está segura de algo. Se vio obligada a degradar su rutina alimenticia e impedida de comprar medicamentos, con el impacto en la salud que ello implica. La carne vacuna, el pescado y el pollo, productos de primera necesidad, ya se han convertido en un artículo de lujo; y la fruta y la verdura van por el mismo camino. Hay sueldos de 120 mil pesos que deben afrontar gastos imposibles, como alquileres básicos de 130 mil, servicios de cable/internet a 15 mil, luz a 25 mil, gas a 20 mil, telefonía a 5 mil, sin contar la canasta básica alimentaria, que sobrepasa dicho salario.
Por si fuera poco, tampoco existe el consuelo de las pequeñas cosas que nos aportan un gramo de felicidad. Salir a tomar un helado una tarde en familia o disfrutar de una proyección de cine puede costar entre 8 y 10 mil pesos. Ya no más juntadas culinarias con amigos (se terminó el olor a asado en la cuadra), escapadas de fin de semana y facturas en familia un domingo. En muchas casas, el saquito de té se utiliza para dos tazas, las terceras marcas reemplazan a las segundas, y la actividad deportiva se hace emulando algún video de YouTube. Ni hablar de viajar a abrazar a algún ser querido (hijo, hermano, sobrino) que hace mucho no podemos ver, con el dolor que eso significa. El cepo al dólar no lo permite, y los salarios tampoco. A todo eso se suma el terror de salir a la calle porque si no estás alerta, el mismo pibe chorro que liberaron hace dos días te pega un tiro para robarte el celular, el cual va a revender por dos mangos dejando atrás otra familia destrozada…
¿Es así como quieren que vivamos? Y si no es lo que desean, ¿por qué no han hecho algo? ¿Por incapacidad, complicidad o indiferencia? ¿Alguna de estas tres hipótesis es más perdonable que las otras?
Por eso, a la hora de votar, solo cabe pensar una cosa: cuál es el país que queremos para los jóvenes. Porque los grandes, ya están jugados.