
"El Estado es grande para problemas chicos y chico para problemas grandes", señalaba Daniel Bell, un histórico sociólogo y profesor emérito de la Universidad de Harvard. Para algunos el tamaño importa, pero lo destacable es qué y cómo hacerlo funcionar.
Los números nos dan información: muchos o pocos empleados públicos. El trabajo estatal en los países nórdicos ronda el 30 por ciento, mientras que en la Argentina no llega al 20 (de acuerdo con diferentes estadísticas ronda entre un 15 y 18). ¿Podemos decir que los países escandinavos funcionan mal? De ninguna manera, de las sociedades existentes son de las más respetadas.
La cantidad de ministerios podría ser otro dato. La Presidencia de Mauricio Macri arrancó con más que el anterior Gobierno, pero terminó con 10. Por ejemplo, la cartera de Salud pasó a ser una Secretaría dentro de Desarrollo Social, pero esto no significó que la estructura ministerial preexistente se haya reducido.
Por el contrario, en todos los casos siguieron funcionando casi de manera independiente. Otro ejemplo fue el Ministerio de Modernización, que se transformó, como otros, en Secretaría de Gobierno. El funcionamiento de esta unidad tampoco cambió a gran escala.
El actual Gobierno de Alberto Fernández duplicó los ministerios. ¿Es mucho o poco? La pregunta correcta sería para qué. De allí, que el tamaño o la cantidad no sean indicadores válidos para marcar calidad, eficiencia y eficacia.
Ahondando en esa idea vemos que el Estado ha tenido multiplicidad de adjetivaciones. Por ejemplo, para hablar históricamente se lo ha marcado como intervencionista, keynesiano, social, desarrollista, benefactor.
Desde una mirada crítica se lo ha catalogado de grande, bobo, elefante, ausente, populista, liberal y para hablar de su futuro se ha planteado como pequeño, atlético, democrático, participativo, global. Habría muchas más clasificaciones por realizar, pero los ejemplos señalados nos están marcando la polisemia de un concepto con múltiples acepciones.
Como no se puede tapar el sol con las manos, el Estado está, y en esa especie de calambur tenemos que ver la mejor manera para que funcione. Cada uno tendrá su visión, ideológica, para identificar ese "verdadero y necesario" funcionamiento.
Para eso existen estrategias con planes, programas y acciones que se pueden desarrollar autocráticamente o se pueden generar con un círculo virtuoso en el que los actores formales (Ejecutivo, Legislativo y Judicial a nivel nacional y subnacional) junto a actores sociales (gremios, organizaciones de la sociedad civil, cámaras empresariales, entre otros) puedan delinear visiones compartidas de futuro que orienten la trayectoria y el rumbo de ese Estado.
Como se dice metafóricamente si tiene cuatro patas, una cola y ladra es un perro. Si hay objetivos y metas estamos cerca de pensar en un plan, y por más que se reniegue de esa palabra, hago una afirmación tajante: sin plan no hay Estado.
Más aún, hay que planificar, de manera estratégica y con la participación de los diferentes actores sociales políticos y económicos para construir, comprometer e involucrar a la sociedad generando un piso de consensos mínimos.
Imaginemos un mundo en el que todo es absolutamente perfecto, la planificación estratégica, o la planificación en general, no tendría sentido porque todo funciona impecablemente y no hay nada que cambiar. Como sabemos que hay deficiencias y problemas, hay requerimientos de cambios y por eso empezamos a pensar en el futuro y de qué manera podemos resolver esos problemas del presente, en ese marco aparece la necesidad de planificación.
Por eso, cuando hablamos de planificación estratégica, hablamos de tecnologías para pensar el futuro y en ese futuro está el Estado. Qué grande o chico será, o cuántos empleados o ministerios integrará, son cuestiones que carecerán de sentido si no se identifican las metas y los caminos para lograrlo. Como se le atribuye al filósofo Séneca, "nunca hay vientos favorables si no sabes adónde vas".