
Últimamente, se puso de moda catalogar al presidente Alberto Fernández de socialdemócrata. Él mismo, para exhibirse hippie de origen y moderado en la madurez, colaboró con esa definición que desde La Cámpora (pero también opositores como Guillermo Moreno, Julio De Vido y hasta Miguel Ángel Pichetto) le lanzan en tono de denuncia.
Habría cierto consenso peronista, entonces, en que tenemos sentado a un mandatario filo socialista en el Sillón de Rivadavia. ¿Lo es? ¿Tiene algún sentido colocarlo en algún anaquel ideológico?
En 2023, mientras la democracia cumpla 40 años, el peronismo va a llegar a sus 80. Fijo esa fecha porque Juan Domingo Perón asumió al frente del Departamento Nacional de Trabajo (luego Secretaría de Trabajo y Previsión) tras el golpe militar de 1943 y fue desde allí que se catapultó a la historia.
Dos tentaciones recurrentes afectaron desde el vamos a quienes pretendieron interpretar, con las perspectivas de veredas ajenas, el fenómeno político argentino del Siglo XX:
- Una es ideológica: las categorías europeístas de “izquierda” y “derecha” siempre hicieron agua para explicar al “movimiento nacional” en sus orígenes y cada una de sus coyunturas, tensiones internas y perspectivas.
- La otra tentación es política: ningún “final inminente” ha sido profetizado tantas veces como la muerte del justicialismo.
Acaso la primera confusión la haya generado su propio fundador al elegir el lema de campaña original. “Braden o Perón” pretendía darle a su impronta cierto tonalidad antimperialista desde el sur de América, mientras sus rivales de la Unión Democrática leían aquella misma consigna como una flagrante confesión de fascismo, mientras promediaba la Segunda Guerra y los aliados cercaban a Adolf Hitler.
Ambas ideas comparten espacios en los mismos estantes de las bibliotecas políticas y permanecen hoy, sobre todo, en variadas cabezas y lenguas dirigenciales.
Debe sumarse una variante más, cierto: pasada la contienda mundial y consolidada la división del planeta en dos, Perón se puso por encima de todo aquello y se proclamó “ni yanqui ni marxista”. Volvió así del exilio en los 70, dándole letra al principal grito de guerra del peronismo más conservador y verticalista, frente al montonerismo que, parafraseando a John William Cooke, se ufanaba en su competencia con las guerrillas más de banderas rojas: “En la Argentina, los bolcheviques somos nosotros”.
De la dictadura, el peronismo salió diezmado, confuso y sin prestigio. Podría decirse que el auge del alfonsinismo (que enroló a la UCR en la Internacional Socialista) “parió” al llamado peronismo renovador, encabezado por Antonio Cafiero (abuelo del actual canciller), y donde militaban “cuadros jóvenes y democráticos” como el porteño Carlos Grosso, el mendocino José Octavio Bordón y el cordobés José Manuel de la Sota, todos sobrevivientes de la noche militar gracias, en gran medida, a que el Grupo Macri los cobijó entre sus gerentes.
Pero perdieron la interna nacional. Ganó Carlos Saúl Menem, un gobernador con pinta de caudillo federal del Siglo XIX que promovió el libre mercado y las relaciones carnales con Estados Unidos. Hubo saltos de tranquera.
Por aquellos años, el joven abogado Alberto Fernández venía de integrar el Partido Nacionalista Constitucional (un desprendimiento por “derecha” del radicalismo) y, con Menem, llegó a la función pública como superintendente de Seguros de la Nación.
Tal vez por esos antecedentes (sumados a que, tras los 90, pasó a ser el pilar porteño de Domingo Cavallo), muchos analistas pronosticaron que Fernández estaba llamado a ser una especie de “neomenemista”, mientras otros daban por hecho que su destino presidencial estaba amarrado al ejemplo de Néstor Kirchner (de quien fuera jefe de Gabinete) y a las órdenes de Cristina Fernández de Kirchner, su mentora para llegar al poder.
Fue cuando se autodefinió “más cercano a la cultura hippie que a las veinte verdades peronistas” y aseguró que, en su formación, “influyó mucho Raúl Alfonsín” durante “largas charlas” que compartieron con “pejerrey frito frente a la laguna de Chascomús”.
Salvo que el pescado, aparte de ser bueno para el colesterol, ayude a fijar las ideas políticas, cuesta creer que el líder radical haya influido más que Kirchner en la cabeza de AF y su noción del mando. Partimos de la base, claro, de que no es ninguno de los dos. Y de que cuando el chascomusense estaba en su apogeo, él le hacía la contra desde fervores juveniles no tan democráticos.
Debería considerarse la posibilidad de que Alberto Fernández no es ningún socialdemócrata ni nada que se le parezca, pero que necesita serlo para tener asegurado su propio lugar, dure lo que dure, en el submundo de la gobernabilidad y las disputas políticas:
- En el Frente de Todos, si hay algo preexistente es el ala “populista de izquierda” que personifican los Kirchner puros (CFK y Máximo Kirchner); y también un sector más “liberal”, referenciado en Sergio Massa. Para que el “albertismo” tenga un mínimo asidero en cuanto tercera pata de la coalición oficialista, quedaba vacante sólo el espacio del centro democrático con carácter social. Tal vez le quepa más a su esencia el mote de “socialcristiano”, pero eso lo dejaría demasiado adherido al Papa Francisco.
- En la economía argentina no parece haber lugar para las salidas extremas. Sin un plan estratégico de amplio consenso para el crecimiento y el desarrollo a la vista, todo se encierra en el círculo vicioso de esta síntesis apretadísima: administrar lo que hay de tal modo que el polo agroexportador no deje de poner dólares y el polo excluido siga poniendo paciencia.
- El mapa mundial está fraccionado en tres. Y junio será un escenario práctico para verificarlo, entres cumbres donde el presidente argentino va a estar: la de las Américas, patrocinada por Estados Unidos; la de los BRICS, que comandan China y Rusia, y tiene de gran socio regional a Brasil; y la del G7 en Alemania, con gran peso de los locales (el socialdemócrata Olaf Scholz invitó especialmente a Fernández) y Francia, eje del poder europeo. En los tres frentes, nuestro país busca distintas líneas de financiamiento y beneficios mutuos.
En el presunto “socialismo democrático” de Alberto Fernández no encajan sus amigos históricos Gustavo Beliz y Jorge Argüello, mucho más metidos en la relación con USA, junto a Sergio Massa, que el propio Santiago Cafiero. Tampoco da el perfil el promedio de los gobernadores ni sindicalistas que bancan al Gobierno y podríamos simbolizar en Juan Manzur y Héctor Daer.
¿Martín Guzmán? Cuesta encajar en semejantes dimensiones a un profesor de la Universidad de Columbia. Lo mismo que a los ex montoneros Emilio Pérsico y Fernando “Chino” Navarro, los jefes del Movimiento Evita que se torean en el territorio con el camporismo cristinista.
En la política posmoderna, las ideologías pasaron a ser posicionamientos transitorios. Bijuterie. Armas de fogueo. De alguna manera, el peronismo ha sido vanguardia en eso de tener velas más o menos aptas para cada viento. Y en que, cuando lo que se discute es el poder, poco importan las ideas previas.