Se podría decir que este planeta que llamamos Tierra esta obsesionado con el sexo. Desde el afanoso zumbido de una abeja libando de flor en flor, hasta el delicioso canto de un ruiseñor; por no mencionar el inescrutable cerebro de cualquier adolescente humano, el sexo está en todas partes. De hecho, casi todo lo que hace un organismo a lo largo de su vida está dedicado, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, a reproducirse. Pero, ¿por qué existe el sexo?
Las leyes de la evolución darwiniana, génesis principal de la biodiversidad terrestre, son inexorables en este sentido. A pesar del énfasis que la tan manida frase “la supervivencia del más apto” otorga a la supervivencia, la lucha permanente por reproducirse más (y mejor) que los demás, es el verdadero motor de la evolución.
Si a esto unimos que una mayoría abrumadora de los animales, plantas y hongos (aproximadamente el 99 por ciento de los conocidos) se reproducen sexualmente, acaso podemos comenzar a entender esta obsesión.
Pero, ¿por qué existe el sexo? Esta pregunta ha obsesionado a biólogos evolutivos durante décadas y sigue constituyendo uno de los grandes enigmas de la biología. Conocido como “la paradoja del sexo”, este rompecabezas evolutivo surge de una serie de observaciones.
En primer lugar, que existen muchas otras formas de reproducción asexual: la fisión en bacterias, la gemación en levaduras, la fragmentación de las estrellas de mar o la reproducción vegetativa de la que son capaces muchas plantas.
Frente a la reproducción asexual, la reproducción sexual se caracteriza porque combina, en la generación de un nuevo organismo, el material genético de dos organismos distintos. En otras palabras, la reproducción asexual da lugar a clones idénticos entre sí, mientras que la reproducción sexual produce descendientes que en los que se comparte el material genético de cada progenitor; produciendo una mezcla única, y a veces caprichosa, en cada descendiente.
En segundo lugar, la observación de que los organismos de reproducción asexual se reproducen exactamente el doble de rápido que uno con dos sexos; en donde se requiere la participación de dos individuos. Esto, por no hablar de la gran cantidad de energía y recursos que muchos organismos de reproducción sexual invierten en encontrar una pareja.
En tercer lugar, que los organismos de reproducción sexual solo pasan la mitad de sus genes a la descendencia. Por último, la existencia de reproducción sexual abre la puerta a la aparición de roles sexuales distintos, donde uno de los dos sexos (típicamente los machos) invierte menos en la descendencia que el otro, desde la formación de los gametos hasta el cuidado de la prole, pasando por los costes de gestación. Esta estrategia masculina es, en cierta medida, una estrategia parásita de la hembra y puede suponer unos costes añadidos.