Por Alfonso González, especial para NOVA
Aunque parezca haberse construido como una ampulosa expresión “poética” que solo refiere a una “rebuscada” metáfora, creo que no debería haber dudas respecto a que, existen “silencios que aturden y ausencias que invaden”.
Al caprichoso emperador de Suecia y Dinamarca se le ocurrió realizar un experimento. Quiso saber cuál era el idioma “que cada bebé traía consigo al nacer”. A él le intrigaba conocer aquella que lengua con que la madre naturaleza dotaba a un ser humano, sin que mediara la intervención de ninguna enseñanza o aprendizaje espontáneo como consecuencia de escuchar hablar un idioma.
Para descubrirlo, contrató ejecutar el proyecto contrató a 3 niñeras “full time” con la firme consigna de atenderlos en todas sus necesidades de alimento e higiene pero, no deberían hablarles jamás, como asó tampoco dialogar entre ellas en presencia de los tiernos infantes.
Aquellos bebés no escucharían hablar griego, latín, sajó ni ningún otro idioma. ¿Cuál fue el resultado del experimento? Los niños serian mudos y solo ensayarían indecodificables sonidos guturales, pensará usted. Le debo decir que esa no fue la consecuencia. Tristemente, en unos pocos años, los 3 niños murieron.
Más allá de explicaciones médicas que aludan al deterioro de su sistema inmunológico por falta de afecto u otras científicas fundamentaciones, solo le puedo decir que, no se les suministró “el alimento fundamental” para satisfacer la “primera necesidad humana” del hombre que es la comunicación.
Es que, no podemos tener conciencia de nuestra propia mismidad, si no existe alguien que nos hable. No tendremos conciencia posible de nuestra propia vida si no hay un “otro” que, al dirigirnos la palabra, pueda demostrar que existimos.
El peor de los tormentos, para un ser humano, es aislarlo comunicacionalmente. Aquella trillada frase “lo maté con la indiferencia”, no es una mera metáfora u otro dicho popular más, tiene mucho de verdad y hasta puede resultar “literal”.
Hacemos énfasis en las ofensas, en los ataques y agravios “hechos por acción” pero, subestimamos o ignoramos el efecto, muchas veces criminal de nuestras omisiones. El olvido, la ausencia o la indiferencia, en cualquiera de sus versiones, no es una actitud pasiva, no.
Constituye una conducta deliberada y cuyo mantenimiento y vigencia implica una decisión que se renueva día a día y momento tras momento. No es inercia; es impulso que renovamos con energía. Implica mucho más “militancia y conciencia de acción”, consumar un olvido que plasmar un recuerdo. Olvidar no es “dejarse estar” o permanecer en un estado neutral. ¡No!
Olvidar o ignorar es acometer la más virulenta y perversa de las iniciativas que puede inspirar, ya no el odio, sino algo de mucha mayor magnitud: el desprecio. Los desplantes, los olvidos y aquella lapidaria sentencia; “Para mí, ya murió”, lastiman a veces más que una agresión física y, paradójicamente, resultan ser el grito más desaforado que, sin aturdir los sentidos, hace cimbrar el alma.
Podrás, en un momento de ira, ofender con palabras a alguien pero, ten cuidado; no le digas jamás a nadie, con tu silencio y tu ausencia, que él no existe. Que resuenen los timbres y las alarmas de los teléfonos; que brillen las miradas que acarician y se liberen las gargantas para pronunciar un: “Te quiero” o un “te extraño”.
Que se abran como abanicos los bazos para estrechar cuerpos escuálidos y se agiten los corazones fríos, para espantar ausencias y olvidar olvidos.