
El tiempo que Alberto Fernández tardó en aniquilar su propia imagen y poder, es proporcional al que llevó generar la inflación más alta en 20 años. A pesar de este dato contundente, desde el Gobierno insisten en argumentar la batería de causas que pueden haber conducido al país a este nivel de miseria sin precedentes: la pandemia, la guerra, entre otras excusas. Y a la gente no le importan estas hipótesis, lo único que quiere es llegar a fin de mes y llevar una vida digna.
Tenemos la ventaja de habitar una nación rica en recursos, con tierras fértiles desbordantes de cultivos, variedad de ganado, un poderoso polo hidrocarburífero, costas con variedad de especies marinas, una prometedora capacidad de producción de “oro blanco” (litio) y densos bosques forestales. Sin embargo, la clase dirigente está enceguecida en una lucha de poder que le impide mirar a su alrededor y sacar provecho de este privilegio. Lo que es peor: es especialista en poner palos en la rueda, castigando con impuestazos permanentes a quienes se rompen el lomo laburando por dejarles un futuro a sus hijos.
El sacrificio de la clase trabajadora no les interesa, porque están enfrascados en debatir quién es el culpable de la degradación de un país que tiene todo lo necesario para crecer. Malas administraciones han echado todo por la borda, y la actual llegó demasiado lejos. La incapacidad de acción de Alberto Fernández y compañía (léase Cristina Kirchner, por más que intente deslindarse) frente a las circunstancias adversas, fue carcomiendo no solo su investidura presidencial (hoy prácticamente nula), sino también, las chances de supervivencia de la clase media frente a la crisis económica.
En un brutal y oscuro escenario, donde la moneda nacional carece de valor, la inflación proyectada hacia fin de año nos sitúa a la par de Venezuela, la pobreza se convierte en un monstruo que extingue de a poco a los estratos sociales intermedios y la delincuencia toma las calles y vidas con total impunidad, nadie se hace cargo. Por supuesto, ninguno quiere portar la mancha que quedará para la historia. Mientras CFK se entretiene posteando sus enfrentamientos con la prensa “opositora” y los fiscales y jueces que exponen sus obscenos actos de corrupción, su marioneta se quedó completamente oxidada, sin batería y sin margen de maniobra.
La única carta que les quedaba era Sergio Massa. Necesitaban alguien a quien “cederle” el poder, al menos figurativamente, de cara a 2023. El elegido deberá ahora enfrentarse a una de las tareas más difíciles: convertir a los “planeros” en “laburantes”, en un presente donde ya está instalada la práctica del “no trabajo”, pero del sí al piquete constante.
En la última movilización de piqueteros que se llevó puesta una vez más la avenida 9 de Julio, efectivos policiales detuvieron a un hombre que protestaba porque no lo dejaban circular para llegar a su lugar de trabajo, mientras alrededor suyo cientos de beneficiarios de planes sociales hacían culto del atropello y la bajeza cultural. Un acto que resume a la perfección la degradación de valores que padece la Argentina. La tarea más difícil de revertir, y la que más alarma genera para las generaciones venideras, a las que no se les ha enseñado a luchar para ganarse el pan. Una problemática tan profunda como irremediable, al menos en el corto plazo.
Desde que asumió, hace menos de tres años, el jefe de Estado tuvo el “mérito” de convertirse en un cero a la izquierda de las decisiones gubernamentales y a pesar de eso, se niega a plantar la renuncia. En cambio, pasea inaugurando obras de bajo impacto, pierde sus horas visitando a Milagro Sala -condenada por corrupta y delincuente- pero jamás a los familiares de las víctimas de la inseguridad, y se queda dormido en un acto de asunción presidencial de un par de la región.
En su spot de campaña electoral del 2019, Alberto Fernández decía: “Hay dos maneras de gobernar: vivir poniendo excusas por lo que otros hicieron o empezar a ocuparnos del futuro de todos”. Nada más que agregar.