La "despenalización" de la prostitución en Argentina en el Siglo XIX: clandestinidad y trata de mujeres en los burdeles
La prostitución existió desde siempre en el Río de la Plata. Era una práctica habitual y aceptada socialmente, a punto tal que el propio Domingo Faustino Sarmiento reclamaba entre sus viáticos sus consumos sexuales en sus viajes al exterior.
Cierto digital “antiyanqui”, antisemita, pro-ruso, pro-palestino de Hamás y muy “republicano” anti-Occidente inicia una serie sobre la prostitución en la Historia mundial que casualmente sólo consta de una entrega dedicada a una mafia argentina judía de del siglo XIX-XX. ¿Porqué? pic.twitter.com/zIJEvjc6jK
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Sin embargo, recién contamos con datos concretos sobre el ejercicio de la prostitución a partir del Censo de 1869, que registraba para la Ciudad de Buenos Aires 185 mujeres autodefinidas como prostitutas y 47 rufianes, para quienes trabajaban. El número real era mucho mayor: sólo éstas se animaron a definirse públicamente como tales.
En 1871, el diario La Tribuna consignaba los datos de un cuadro estadístico de la policía: “El número de casas (de prostitución) que se ocupa de tan infame tráfico es de 49. En esta cifra no están comprendidas aquellas que sin ser ni más ni menos lo mismo que estas, no se pueden calificar de tales por la decencia aparente y engañosa que revisten”.
“Tampoco está comprendida la numerosa cuartería que existe por decirlo así en determinadas calles; pocilgas inmundas donde el vicio y la corrupción es mayor y más repugnante. De manera pues que se puede calcular sin exageración en 150 el total de lupanares que tiene en su seno el Municipio”, se sentencia.
Tanto hacia la zona de la Plaza Miserere, hacia donde se extendía la ciudad, como en los baldíos de las vecinas localidades de Flores y Belgrano, o al norte de la actual calle Viamonte, los sucios arrabales eran terrenos aptos para el comercio sexual. Algunas prostitutas eran criollas. Otras hablaban italiano, francés, inglés, alemán o idish. Ante la diversidad, la policía reclutaba inmigrantes entre sus tropas para comprender los diálogos en dialectos desconocidos.
Ya que la mayoría de los inmigrantes eran masculinos, jóvenes y solteros, la prostitución tenía un amplio campo para su desarrollo. Los comerciantes propietarios de cafés y fondas, tanto en el puerto y como en los barrios, contrataban prostitutas para incrementar la asistencia masculina.
No se trataba en estos casos de casas de prostitución, ya que centraban su actividad en la venta de alimentos y bebidas. El sexo era el anzuelo. Y, a diferencia de los prostíbulos, donde estaban prisioneras, en los comercios estaban asociadas con los réditos de su actividad o eran remuneradas por sus servicios.
Ante el éxito que alcanzaba la actividad, comenzó a desarrollarse un circuito de trata internacional cuyas víctimas eran jóvenes mujeres europeas con el pretexto de ofrecerlas en matrimonio. Diversas fuentes aseguran que los primeros viajes contaron incluso con financiamiento de la Iglesia Católica. Los intermediarios de supuestas empresas matrimoniales transitaban el centro y el este de Europa, convenciendo a familias humildes familias de entregar a sus hijas para concretar matrimonios que nunca llegaban a realizarse.
Una vez que las jóvenes engañadas llegaban a los burdeles porteños, no había ley alguna que las amparara. Su falta de dominio del idioma impedía, además, que denunciaran la explotación que sufrían. No eran los únicos casos: también se convocaban al Río de la Plata a prostitutas profesionales europeas.
Los tratantes de blancas reunían lotes de entre 6 a 12 mujeres, y se embarcaban regularmente en Marsella con destino a Montevideo. Al llegar vendían parte de la carga, y el resto era trasladado a Buenos Aires, protegidos por acuerdos con las autoridades policiales y civiles.
Los locales más frecuentados en la década de 1860, y en los que se sucedían frecuentes escándalos, eran los prostíbulos ubicados en Cerrito 123 (que ofrecía los servicios de “esclavas blancas”), los ubicados en la Calle Uruguay 8, 10, 12, 14, 16, 18, 23 y 25, los de Esmeralda 168, 176 y 179; 25 de Mayo 104, 135, 192; Reconquista 167; Maipú 201; Tucumán 8; Parque 57 o Libertad 156 y Corrientes 35.
Los vecinos formulaban frecuentes reclamos por ruidos molestos, borracheras, peleas con arma blanca y ocasionalmente de fuego, y pequeños robos. Sin embargo, más allá de las intervenciones policiales no había sanciones, y los locales continuaban funcionando sin mayores complicaciones.
Una queja frecuente era por las mujeres “que se subían a la azotea casi desnudas y cometían toda clase de actos inmorales”. Desde allí convocaban a los transeúntes. Ante las denuncias, los Comisarios alegaban que no habían podido comprobarlas, o que se trataba de juegos inocentes de las “sirvientas” que habitaban esas direcciones. “Como el infrascrito no presenció nunca dichos escándalos no procedió”, argumentaban regularmente las autoridades policiales.
El 3 de julio de 1874, el Comisario de la Primera seccional relataba al jefe de Policía: “En la mañana de hoy al querer salir del lupanar calle de Corrientes 35 las mujeres Margarita Brut, Emilia Cavendiche, Elisa Nidercan y Luisa Cunco fueron detenidos por 'Carlos Rock' y 'Anita Rock', dueños de dicho lupanar, tomándolas a golpes ayudados por el mozo Francisco Pose”.
“Enseguida fueron despedidas de la casa pero sus ropas se las detuvieron con la excusa de que debían dinero en la casa y concluyeron por despojar por métodos violentos. Por esta causa constituí en prisión en este departamento a 'Carlos Rock' que es polaco, de 41 años, casado, dueño del lupanar calle de Corrientes 35 y 'Aníta Rock', polaca, de 30 años, casada, dueña de la misma casa y a Francisco Pose, francés de 29 años, soltero, mozo del mismo establecimiento; lo que aviso a usted a sus efectos”, aseveró.
Cuando las víctimas de trata llegaban a Buenos Aires, se les informaba que tenían una deuda por el viaje, por la ropa que se les daba y hasta por la propia comida. Los precios eran inflados escandalosamente y así las deudas se volvían impagables. Ya no podrían escapar de las redes de prostitución.
El 4 de agosto de 1874, Clarisa Berthow, francesa de 21 años, soltera, denunciaba ante las autoridades policiales que había estado en Montevideo en el lupanar de la calle Buenos Aires 53 y que de allí fue traída a Buenos Aires, donde fue vendida en 4 mil pesos al lupanar de calle Reconquista 167. Sin embargo, no hubo ningún tipo de acción oficial y la joven debió volver al prostíbulo.
Para mediados de la década de 1870 se intentó reglamentar el ejercicio de la prostitución, sancionando una Ordenanza Municipal. Pero la norma, en lugar de resolver los problemas sociales y sanitarios para los que había sido dictada, caía como anillo al dedo para los intereses de los traficantes.
Por ejemplo, un médico debía revisarlas los miércoles y sábados controlando sus pupilas y consignando su estado de “sanas” o “enfermas”. Sin embargo, el médico era contratado libremente por los prostíbulos sin control municipal alguno, por lo que el control no tenía efectividad alguna.
La ordenanza mereció las críticas de la Asociación Médica Bonaerense, sobre todo su artículo 15, que disponía que “en caso de que las prostitutas contrajesen enfermedades venéreas o la sífilis primitiva, serán atendidas por cuenta de la regente; si según declaración del médico de la casa, la enfermedad pasase al estado de sífilis constitucional o fagedémica entonces la prostituta pasará al hospital”.
“¿Qué fin ha consultado la Municipalidad para dictar una disposición tal? ¿No hubiese sido más arreglado a las conveniencias sociales que la prostituta, una vez constatado su estado de enfermedad fuese remitida inmediatamente al hospital? La disposición del artículo 15 que insertamos más arriba, demuestra que su autor ha considerado a las prostitutas como incapaces de transmitir su sífilis primitiva y dispone que solamente cuando todo el organismo de la mujer pública haya sido invadido por el virus deba ser entonces remitida al Hospital, es decir, cuando haya contagiado su terrible afección a una multitud de personas, porque creemos que el servicio médico establecido en la ordenanza es incapaz de impedir las funestas consecuencias de la infección”, protestaba la asociación.
Según la norma, sólo debía asentarse en el libro el estado de enfermedad de la prostituta, sin que se le impidiera seguir trabajando. Así tras la fachada de la inspección médica, las casas autorizadas se convirtieron en focos de transmisión constante de enfermedades de contagio sexual.
Por si fuera poco, la Ordenanza confería a la policía autoridad para perseguir a estas “fugadas” y regresarlas al vicio, pudiendo también multar o encarcelar a todo aquel que le ofreciera un trabajo diferente, alojamiento o cualquier tipo de ayuda en su huida.
La ordenanza otorgaba a los rufianes una potestad absoluta sobre la vida de sus esclavas. A punto tal que, en la misma semana de su promulgación, los pequeños burdeles fueron abandonados, siendo reemplazados por grandes mansiones, llenas de lujo y comodidad.
La finalidad tributarista de la municipalidad tuvo su rédito en el cobro de patentes, el arancelamiento de las inspecciones y las multas. Apenas unos años después, los 143 burdeles registrados, aunque representaban menos del 2 por ciento de los negocios porteños, producían el 21 de los impuestos comerciales e industriales.
El subcomisario Adolfo Batiz describe en su libro “Buenos Aires, la ribera y los prostíbulos en 1880″ las características de estos locales, caracterizados “por el lujo y concurrencia de muchachos de la burguesía”. Se trataba de mansiones “lujosísimas donde se veían los pisos con riquísimas alfombras de colores de buen gusto, elegantísimas cenefas de buen brocado azul, rojo o purpurino; en resumen, un buen confort; piano, buenas habitaciones, todo lo necesario para recibir gente de dinero, como las hay en ciudades como Buenos Aires”.
Las prostitutas eran compradas y vendidas entre distintos rufianes. En algunos casos se las consideraba como un activo para pagar deudas, o bien se las jugaba a los naipes en largas veladas teñidas de alcohol y consumo de opio y otras sustancias similares.
Mientras que las mujeres que se dedicaban a la prostitución clandestina eran perseguidas, multadas y, a menudo, encarceladas por la policía, las de las casas toleradas (victimizadas en su encierro) eran obligadas a prostituirse sin importar su estado de salud.
Si bien la leyenda urbana nos habla de que las prostitutas eran jóvenes campesinas traídas a Buenos Aires a través de engaños, alrededor de un 10 por ciento llegaba portando síntomas de enfermedades venéreas preexistentes. Esto facilitaba el tráfico, ya que no había ningún tipo de protección para ellas, ni en sus lugares de origen ni en los de arribo.
En el caso de las jóvenes víctimas de engaño, en su mayoría eran campesinas de religión judía, por lo cual las autoridades, que profesaban el antisemitismo, el racismo y la discriminación, no hacía esfuerzo alguno para retenerlas.
Tampoco aquí había preocupación alguna por protegerlas, por lo que recién con el cambio de siglo recibirían el apoyo y la solidaridad de otras mujeres, también explotadas y humilladas, trabajadoras en fábricas, hilanderías, frigoríficos, cigarrerías y tantos otros empleos, que comenzaron a luchar por la conquista de sus derechos.
Investigación:
Alberto Lettieri