Esta semana, en el marco de un panorama alarmante a nivel sanitario tras la irrupción de la segunda ola del Covid, se conocieron datos que exponen la condición de vulnerabilidad extrema en la que se encuentra nuestro país dentro el mapa internacional.
Resulta que la Argentina volvió a aparecer en el Top Ten del Índice de Miseria mundial (medición del 2020), encabezado por Venezuela e integrado por países gravemente afectados por conflictos bélicos y civiles. Si bien en 2019 había ocupado el segundo puesto, pasó al séptimo porque el listado se amplió de 95 a 156 naciones, apenas detrás de Zimbabue, Sudán, Líbano, Surinam y Libia.
El informe, publicado en la revista norteamericana The National Review, fue elaborado tras la evaluación de las tasas de desempleo, de interés activa (préstamos), de inflación y de PBI per cápita.
Por otro lado, el INDEC informó que la pobreza llegó al 42 por ciento en el segundo semestre del 2020, frente al 35,5 por ciento del mismo período del 2019, afectando a 19,4 millones de argentinos. Y el dato que más duele: casi el 58 por ciento de los menores de 14 hoy son pobres, según reveló la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) que realiza el organismo.
Mientras todo esto ocurre, el presidente Alberto Fernández sigue focalizando su discurso en los datos del coronavirus y las restricciones a tomar durante las próximas semanas, intentando pilotear con total ineficacia una tormenta de vientos cruzados con los gobiernos de la Ciudad de Buenos Aires (que se resiste a endurecer medidas) y la provincia de Buenos Aires (que ejerce presión para un cierre total de actividades).
Este presente abrumador, en el que el jefe de Estado no deja de hacer agua -lo cual genera fricciones con quienes conducen las jurisdicciones del AMBA, e incluso dentro del propio Gabinete nacional- , se complicó tras el fatal accidente de tránsito que le costó la vida al ex ministro de Transporte, Mario Meoni, que no solo causó un fuerte impacto en el ambiente político, sino que además, dejó debilitada una de las áreas clave para el control de la pandemia.
Mientras Nación, Provincia y Ciudad siguen enroscados en la discusión de las limitaciones a la circulación, el país se empobrece, la educación se debilita, la gente se enferma de stress y depresión, y la economía se hunde en un pozo cada vez más profundo del que va a costar años -sino décadas- liberarse.
Ante este escenario, en el que las sucesivas clases dirigentes no hacen más que mirar sus propios ombligos al tiempo que la mayor parte de la población se va anclando en la miseria generación tras generación, la pregunta es siempre la misma: ¿cuál es la salida? ¿Por qué el resto de las naciones logran márgenes de estabilidad, y Argentina vive en una eterna crisis que expulsa a los más jóvenes hacia rumbos que les deparen un destino más feliz?
Sin duda, una de las causas es la repetición de ideologías dominantes fanatizadas con el populismo, que anula la importancia de la educación y la cultura del trabajo en el hogar, junto a la permanencia de una oposición endeble, que nunca supo encarnar una alternativa concreta que apunte a la refundación de una nación esclava de la decadencia. Una clase dirigente de alma pobre, que viene incumpliendo la premisa básica de toda campaña electoral: poner al pueblo en primer lugar y trabajar para sacar el país adelante.