
Por Facundo Amuchástegui (*), especial de NOVA
"Tal vez así,
de a ratos se me acerque
celosa por instinto,
la verdad”
(Facundo Amuchástegui)
La realidad es infinita, lo concreto, lo palpable, lo accesible a nuestros sentidos es infinito, imaginemos entonces la dimensión total de lo existente, lo real, reconociendo que la mayor parte de este sideral fenómeno escapa a nuestras capacidades y posibilidades perceptivas.
Nuestra noción de realidad es producto de un fabuloso recorte de lo real, recorte obligado por las limitaciones de los instrumentos perceptivos con que estamos dotados como especie, basta recordar por ejemplo que vemos la novena parte de lo que ve un águila, oímos la veinteava parte de lo que escucha un elefante, olemos la décima parte de lo que huele un perro, etcétera.
Además de este recorte perceptivo, recortamos también en base a las posibilidades neurológicas que poseemos como seres humanos, los límites biológicos a las capacidades de almacenamiento y análisis de información con que cuenta nuestro cerebro.
Sumándose a estos recortes agregamos los que se efectúan mediante las pautas culturales que portamos como herencia activa, los recursos epistemológicos inconscientes instalados en nuestra mente por la pertenencia a una cultura y a un momento histórico específico.
Finalmente, el recorte que realiza cada ser singular desde su experiencia particular, sus vivencias, su alcance, su subjetividad. Sin embargo aquí estamos y juramos "conocer" la realidad.
Este cuádruple recorte hace que llamemos "realidad" a una porción tan mínima, arbitraria y desarticulada de lo real que sería muy preferible repetir con Sócrates aquello de "Solo sé que no se nada" y contentarnos con eso o empinar con dignidad un brindis de cicuta a la honestidad epistemológica. La inmensa mayor parte de lo que existe y somos de la piel hacia adentro y hacia afuera es un gigantesco enigma que escapa a nuestras posibilidades de resolución.
Las causas, los motivos, el origen, la presencia, la vigencia y la dirección de lo existente queda para nosotros en el plano de lo indescifrable; andamos a tientas por las oscuridades del "gran misterio" y lleva a que nuestra relación con lo real sea necesaria y eminentemente mitológica.
Por definición, toda cultura ejecuta sus propios recortes de lo real amputando opciones al abanico de posibilidades humanas, reconociendo como válidas únicamente aquellas que garanticen la hegemonía, la permanencia y la estabilidad de su definición de realidad. Cada cultura cultiva sus propios mitos.
Y nada más fácil que caer en una actitud de bulling antropológico y tildar de superstición, leyenda, fábula, cuento, ignorancia o creencia a los mitos de una cultura diferente; lo difícil y a veces imposible es reconocer de qué manera nos dirigen la vida los mitos de la propia cultura. Y es que el mito cumple su función en la medida que nos sea invisible.
El mito es un direccionador de voluntades, un encausador de energías vitales hacia la construcción de una realidad diseñada de antemano; el mito define las pautas, establece objetivos, instituye los límites de lo verdadero y nos lanza a vivir dedicando todo el esfuerzo al intento de amoldar nuestra manifestación en la vida a sus preceptos.
El mito señala un punto en el horizonte de los objetivos vitales al cual dedicaremos devotamente nuestro peregrinar en la vida. Y toda cultura forja sus mitos. A modo de intento, sin ánimo de bulling, me permito enumerar algunos mitos de esta cultura occidental en que fuimos formateados y que a fuerza de no encajar siento haber mínimamente develado.
El mito de la importancia
La cultura occidental nos hace creer que es posible ser importante, luego nos hace ver que es importante ser importante, después nos hace pensar que es imprescindible ser importante y finalmente sentir que si no sos importante sencillamente no sos.
Esto tiene al menos tres consecuencias en nuestra vida personal:
Una, avalar la formación de estructuras sociales piramidales que mantengan vigente la posibilidad de ocupar su cúspide y la competencia entre pares y no tanto, a muerte en casos extremos, como el modo de alcanzar alguno de esos escasos puestos de importancia, siempre pasajera y relativa, que ofrece la sociedad.
Otra consecuencia, en caso de no acceder a ningún puesto de importancia reconocido socialmente, es el delirar la propia importancia personal. La tercera es el pasarnos la vida buscando aquella veta que finalmente nos permita llegar a ser importantes.
Lo triste es cuando en la búsqueda de ser importantes dejamos de sentir aquello que anónima y sencillamente nos hace ser felices, mientras en masa y a la carrera, en nombre de la importancia, destruimos las condiciones ecológicas que nos hacen posibles.
También están el mito del progreso, el mito del individuo y otros más pero me interesa señalar en este caso el mito de la "veracidad de lo escrito". Vivimos en una civilización escrita. Desde hace siglos se registran los hechos, las ideas, los acuerdos, los títulos, la propiedad, las tablas, las recetas, los mandamientos en un intento de detener y acorralar de puño y letra lo real.
La palabra escrita se nos representa verdadera, confiable, más creíble que la oralidad pero ¿sabemos diferenciar entre certeza y opinión, entre creencia y verdad? Confiamos en la autoridad de lo escrito sin saber ni preguntar quién ha pagado la tinta y el papel.
Lo escrito es dogma, lo escrito es ley. Pero ¿Qué o quién nos garantiza la lucidez y u honestidad de los escribas? ¿Porque les otorgamos el beneficio de la veracidad? En las últimas décadas, las ciencias sociales han puesto en cuestión esta noción de verdad señalando su relatividad, su sujeción a aspectos subjetivos, de cultura, de personalidad, de clase, de género, de diferentes posiciones de sujeto con lo cual no sería posible hablar de verdades absolutas sino de diferentes relatos. Y como es sabido, la historia la escriben los que ganan, es decir, los que tienen el poder y no necesariamente la razón o la verdad.
Todo relato es intencionado consciente y o inconscientemente desde la subjetividad. A estas alturas pareciera ser que las verdades humanas son puro cuento. Y es que el universo humano está hecho de palabras, de palabras se alimenta su verdad.
Construimos la mayor parte de aquello que llamamos realidad en base a lo que nos han contado, le damos fuerza de verdad en proporción al grado de confianza y afecto que tengamos por las personas que nos lo han contado. Abrazamos las leyendas que hemos heredado, defendemos las fábulas que resuenan en nuestra razón y no logramos diferenciar entre certeza y opinión.
Aprendemos a "creer" en la verdad como un acto de fe, como un rasgo de pertenencia. "Ver para creer" acusaran algunos, pero hay una contradicción allí. Si ver es corroborar, una vez que "vi", lo que tengo es un saber no una creencia, en tal caso fe para creer, ver para saber. En fin, las verdades no existen, pero que las hay, las hay.
Para las culturas originarias es verdad aquello que no necesita del reconocimiento humano para serlo, de esta manera es verdad el aire, la tierra, el agua y el fuego, son verdad los alimentos y el hambre suele ser verdad; los encuentros, los vínculos, es verdad el nacimiento y la muerte es verdad, es verdad estar vivo, es verdad el presente, es verdad aquello que "está siendo" …Todo lo demás pertenece al ámbito del gran misterio del cual como dijimos solo sabemos que no sabemos nada.
Ante la oscuridad del gran misterio, la cultura occidental ha optado por encender antorchas, linternas; enfocar un punto específico y describirlo con la mayor precisión que permita su luz artificial, lo cual facilita comprender en profundidad ese punto pero pierde de vista su relación con el todo que le rodea.
Las culturas originarias optaron por acostumbrarse a ver en la oscuridad, descifrar las formas leves que sobresalen, perdiendo precisión en el detalle pero ganando comprensión en relación con la totalidad. En conclusión, como seres humanos utilizamos el poder mágico de la palabra para dar nombre y sentido a lo real, el recorte al que nos obligan nuestras limitaciones hace que ese nombre tenga las características del mito y todo mito enciende las llamaradas del cuento con chispas de verdad, pero ese fuego nos sirve para dar a luz, para contar y para andar.
Este proceso de creación de realidades es especialmente notable en la construcción del relato histórico. Allí nos muestra en toda su dimensión sus virtudes y defectos, sus potencialidades y sus límites, su luz y su sombra. Y aunque nada garantiza la veracidad de las palabras, ya sea en la escritura o en la oralidad, una tiene ojos para vernos y la otra se hace pasar por nuestra propia voz para narrar.
La escritura muchas veces es un balanceado de palabras y la verdad alimentada por ella un dócil animal doméstico obediente a las necesidades de abstracción de su amo. En la oralidad la palabra está viva y silvestre, la verdad alimentada por ella es un animal salvaje al cual observamos para reconocer su don y aplicar ese poder a la vida real.
Se acerca el 12 de octubre y una vez más se reaviva en este cuento la contienda por la verdad. La verdad de las crónicas, la verdad de las coplas, la verdad de la inquisición, la verdad de las profecías, la verdad de las bibliotecas, la verdad de las calles, la verdad de las antorchas, la verdad de las estrellas, la verdad de la letra, la verdad de la voz.
Tiempos de Pachacutik, tiempos de cambio, tiempos de poder, voces ancestrales nos invitan a curarnos de palabra. Hay nativos cuentos milenarios que nos hablan al oído de la nueva humanidad.
(*) Licenciado en Trabajo Social.