
Por Jorge Silvestre (*)
Hagamos un repaso: podríamos decir que la palabra “pandemia” proviene de un vocablo griego que significa “reunión del pueblo”, que con el tiempo su significado se ha extendido a “enfermedad de todo el pueblo”. Su incidencia en cantidad de muertos está debidamente documentada.
Si tomamos los datos de la OMS (Organización Mundial de la Salud) y sin distinguir si son de origen humano o animal, tenemos a la viruela con más de 300 millones de muertos, al sarampión con más de 200 millones, a la gripe española con casi 100 millones, a la peste negra con casi 75 millones, al HIV con un poco más de 25 millones, y otras más.
Por supuesto que la incidencia que todas estas tuvieron en el mundo no fue la misma en la Edad Media como las que sucedieron en el siglo XX, pero las consecuencias que trajeron en su mayoría fueron cambios políticos, recesión, inflación y aumento significativo de la pobreza, dependiendo de las organizaciones sociales de cada país.
La situación que hoy vivimos como consecuencia de la pandemia del COVID-19, una vez más pone a prueba todos los sistemas que el hombre creó como organización social para su supervivencia y la prolongación de la especie.
Es innegable que esta enfermedad nuevamente ha desbordado absolutamente todo y a todos. Tenemos más incertidumbres que certezas: sabemos cómo comenzó pero no sabemos cómo va a terminar y, mucho menos, cuándo. Sabemos porque lo vivimos en carne propia, que existe un desbalance en casi todas las variables económicas, productivas y sociales, pero no sabemos cómo vamos a salir.
El futuro es algo intangible: aunque tratemos de interpretarlo con los datos que tenemos, nos pondrá un límite y marcará un antes y un después. Impondrá cambios en todos los niveles sociales de todos los países del mundo y, por supuesto, en nuestros comportamientos individuales y colectivos. Pasando en limpio, se pondrán a prueba los niveles institucionales gubernamentales y dirigenciales que -por supuesto- van a tener que revalidar sus capacidades para enfrentar los desafíos por venir.
Pero no todo es tan trágico. También tendremos una oportunidad de fortalecer lo que está bien y de cambiar lo que está mal, sin muchas discusiones inútiles. Como la situación está expuesta, nadie podrá hacer uso de propuestas descabelladas o sin sustento real, pues todos estamos mirando on line lo que está pasando gracias a la tecnología y a la interconectividad.
Con la intención de mirar el vaso medio lleno, o ante la adversidad, tratar de ver una oportunidad; esta pandemia abrirá muchas puertas y cerrará otras. Los más capaces, los gobiernos mejores preparados, las empresas mejores administradas y con buenos profesionales, sobrevivirán y saldrán fortalecidos, poniéndose en posiciones ventajosas.
Es la oportunidad de erradicar el populismo inútil que solo genera más pobreza y estancamiento. Es la oportunidad de los dirigentes de mostrar sus capacidades para timonear esta tormenta y de la sociedad de evaluarlos para que, cuando se vote, se elija si se los sigue acompañando o se les dice “basta”. Es la oportunidad de reorganizar socialmente un país, en sus facetas productivas, sanitarias, infraestructuras, etcétera.
Es la oportunidad de escuchar a los que más saben, apoyarlos, darles todo lo que necesitan para crear o generar nuevas oportunidades y no seguir escuchando a los charlatanes de turno que tratan de vender una falsa realidad, o a los que fueron responsables directos de la situación estructural y social que hoy vivimos.
Muchas de estas oportunidades dependerán de cómo nosotros actuemos socialmente; hoy tenemos más poder que antes, es hora de usarlo para que vivamos mejor. Nos lo debemos como sociedad y, a la vez, es nuestra responsabilidad para que las próximas generaciones reciban un mundo mejor del que, en la actualidad, nos toca vivir.
(*) Ex diputado bonaerense.