
La clase dirigente argentina nos tiene acostumbrados a levantar el dedo señalador sin predicar con el ejemplo, y para dar fe de esa falta de empatía que la caracteriza, basta con analizar los hechos que derivaron de la joda encabezada la semana pasada por el presidente Alberto Fernández en ocasión de su encuentro con Evo Morales en plena explosión pandémica.
El mismo jefe de Estado que inflaba el pecho exponiendo cifras ficticias en extensas conferencias y hablaba del buen comando de las medidas sanitarias para luchar contra el avance del Covid-19 en Argentina, es quien sistemáticamente incumplió las medidas a las que sometió a la población durante ocho meses, provocando pérdidas incalculables en términos económicos, las cuales han dejado una huella indeleble en el tejido social, como el crecimiento de la pobreza, sin hablar de la irreversible desaparición de pymes y el daño psicológico que siguen sufriendo tantos damnificados.
La única lectura de esta situación que hace la mayoría de los argentinos es la de la hipocrecía y el cinismo, sesgados por el doble discurso. Mientras alentaba el miedo constante al contagio con la repetida frase “Quedate en casa”, el señor presidente se presentaba en numerosos actos y realizaba giras por distintas regiones del país sin barbijo ni distanciamiento social, tal como quedó plasmado en la imagen donde se lo vio abrazado a Hugo Moyano, por ejemplo, y en tantas otras “selfies” que se tomó durante las recorridas.
El primer caso que alertó a la cúpula del poder fue el contagio del intendente Martín Insaurralde en junio, a raíz del cual el ministro Daniel Arroyo debió ser aislado y el viaje de una comitiva a Catamarca, cancelado. No sirvió como advertencia.
Recientemente, generó indignación en la opinión pública la foto donde Alberto Fernández aparece junto al ex mandatario boliviano y varios funcionarios argentinos compartiendo una grata cena en una mesa ubicada en un espacio cerrado (lo cual estaba prohibido) con más de diez personas (lo cual también estaba prohibido) y sin el mínimo distanciamiento social que establecen los protocolos con los cuales insiste el Ministerio de Salud.
Como era de esperar, tras el encuentro gastronómico se produjo el primer contagio, que esta vez recayó en la figura del secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Béliz, y originó una nueva cadena de testeos en la que el mandatario nacional habría salido airoso.
A esto se suma que antes de ir a La Quiaca, el Presidente había viajado al país vecino para asistir a la asunción de Luis Arce, pero resulta que a su regreso, no realizó ninguna cuarentena. Otra violación a las reglas con amplia repercusión en las redes sociales.
Luego de este nuevo arrebato de prepotencia del Gobierno abanderado de la lucha contra el coronavirus, el mandatario nacional se replegó en Olivos, desde donde realizó algunas apariciones oficiales de manera virtual, a fin de demostrar que aún le queda un resto de responsabilidad social, aunque ya nadie le cree.
Esta desidia a la hora de actuar y comunicar por parte de la Presidencia no solo tiene consecuencias visibles, sino que además, abre un hilo de preguntas. ¿Hasta dónde llega la mentira? ¿El presidente que no respeta ninguna de las medidas que promueve, es inmune al virus? ¿Por qué desde las cuentas oficiales no se publican los resultados de los test?
El peor pecado de este Gobierno y los que nos vienen sucediendo es la constante subestimación del pueblo, que lo hunde cada vez más en un país sin futuro, donde solo reina la codicia del poder.