Por Ariel Umpiérrez(*), especial para NOVA
Uno de los espectáculos más escandalosos de las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos lo protagonizaron los “analistas" de los grandes medios de comunicación y de las empresas encuestadoras de todo el mundo empeñados en que perdiera Donald Trump. De manera persistente y sin respiro, ambas corporaciones habían insistido con que Trump perdería abrumadoramente. Durante meses repitieron hasta el cansancio, en todas las plataformas y en todos los idiomas que Trump no solamente no tenía ninguna chance de hacer un buen resultado, sino que era incapaz y hasta indigno para ocupar el cargo. Y desde el mismo martes de la elección nos matracan por todos los medios que “Biden ganó” sin que se hayan contado todos los votos.
Aún actualmente, a 10 días de las elecciones no tenemos certeza de quién ganó realmente pero sabemos que la diferencia ha sido ínfima y en algunos estados por un puñado de votos.
Más allá del resultado final, llama la atención que ningún medio importante haya analizado con honestidad el cambio cultural que Trump representaba. Todos los análisis se focalizaban en su personalidad: su machismo, su racismo, su xenofobia y su descortesía con los periodistas. Sin embargo él ha dicho y hecho cosas que deberían incitar a una reflexión honesta por parte de “analistas”, “politólogos" y Think Tanks a nivel mundial. Si bien esos rasgos personales de Trump parecen reales y desagradables, cualquiera que frecuente los centros de poder sabe que no son determinantes a la hora de desarrollar políticas y estrategias de Gobierno. Pero si de personalidad hablamos sí es relevante la irreverencia de Trump ante los principales poderes que siempre rodean a un presidente norteamericano: los banqueros de Wall Street, los editorialistas de los grandes medios de comunicación, los dueños de las grandes empresas, y el poderoso lobby judío de Estados Unidos. Irreverencia no quiere decir que fuera su enemigo, sino que no estaba dispuesto a dejarse controlar o amedrentar por esos poderosos
Quizás importe recordar que a diferencia de la mayoría de los presidentes norteamericanos Trump nació, salió de fiestas e hizo negocios como “chico rico" de Nueva York, educado en la súper-elitista escuela presbiteriana. Quien conoce Estados Unidos, sabe que esas personas son una “raza aparte” ya que llevan el “poder en sus venas". Trump nació y creció en Nueva York que es el corazón del poder real de Estados Unidos, y cuando entró en política ya conocía todos los caminos y atajos que los poderosos y famosos del país acostumbran a frecuentar. No es un provinciano, ni un advenedizo “self-made-man” ("que se hizo solo") sino que tiene la irreverencia propia de quien se siente como un igual entre los grandes o un “primus inter pares” como los reyes de la Edad Media. A él no le podían contar los cuentos con los que se acostumbraba a confundir e intimidar a los otros presidentes que llegaban sin tener en sus genes la vibra especial que brinda Nueva York. Para entender a Trump hay que saber que el poder político y cultural real de Estados Unidos emana de New York (y de la vecina Boston). Es allí donde confluyen y se produce la síntesis química de todos los elementos que están en ebullición por todo el país. New York es más que Estados Unidos: junto con la City de Londres concentran “EL” poder real del planeta. Allí el poder se construye y fluye suavemente desde los sofisticados y sobrios restaurantes del Garment District, desde las impresionantes oficinas de Park Avenue, desde las exclusivas viviendas de Hudson Square y desde las mansiones de veraneo en Los Hamptons donde las personas de poder real (financiero y cultural) se frecuentan desde siempre. Para entrar en esos círculos de NY no basta con ser un actor de segunda en películas de vaqueros, ni un rico productor de maní, ni el heredero de una poderosa familia petrolera del lejano Texas, ni un inteligente abogado del árido y atrasado Midwestern, ni un carismático afro-americano de Hawaï. En ese exclusivo ambiente cargado de códigos, simbolismos, sobreentendidos y de costumbres “non santas" todos los últimos presidentes eran outsiders. Trump no. Eso explica que en el último debate le repitiera a Joe Biden: “Tu necesitas inclinarte ante los banqueros de Wall Street, yo no”, o frente a un congreso de la comunidad judía les dijera en la cara “no necesito vuestro dinero”; y tampoco se dejara amedrentar por los dueños de las grandes cadenas de TV y de periódicos de quienes conoce todos sus secretos, ni ante Jeff Bezos que aunque sea el dueño de Amazon y del diario Washington Post y el hombre más rico del mundo no deja de ser un advenedizo. Todos habían ido a jugar golf a los clubes de Trump y viajado en sus jets privados.
Sin entender esta sociología del poder de Estados Unidos es imposible entender a Trump.
Por eso su enemigo más acérrimo es George Soros, el magnate de las finanzas quien desde su Fundación mundial “Open Society" promueve socavar las bases cristianas de las sociedades occidentales para instaurar un “gobierno mundial” apátrida y sin tradiciones. Trump acusa a Soros de ser el financista de los Clinton y lo enfrenta con conceptos como “soberanía nacional”, “patriotismo”, “defensa de los intereses de Estados Unidos”, “protección de la clase media” que es lo peor que puede escuchar Soros quien es el principal promotor mundial de “legalizar el aborto”, “identidad de género”, “lenguaje inclusivo”, “casamiento entre personas del mismo sexo”, “legalizar las drogas” y "eliminar las fronteras nacionales”, todo envuelto en un discurso de “tolerancia”, y “anti-discriminación” que ha subyugado a los europeos.
Es difícil manipular e intimidar a alguien así que se crió e hizo negocios desde siempre en ese club, que está acostumbrado a tratar como iguales a los poderosos del mundo, a brillar en el centro de la escena mediática, y que es un “macho alfa” de personalidad volcánica.
¿Pero qué fue lo que enfureció a esa verdadera élite dominante de Estados Unidos al punto de buscar destituir a Trump desde el día cero de su Gobierno? Por razones desconocidas, Donald Trump tenía una agenda de prioridades diferente a la que comparte esa élite dirigente. Lo suyo no es el “gobierno mundial con capital en Jerusalem” como promueve el influyente intelectual francés Jacques Attali; ni el modelo de sociedad sin valores ni raíces como el descrito por Thomas Moro en su “Utopía”. Eso explica que sus votantes más fanáticos sean los “redneck” (término que describe al “laburante" del centro profundo de Estados Unidos) apegado a los valores de la tierra y a las tradiciones.
El quiebre se produjo desde el inicio del gobierno de Trump y la “grieta" se empezó a ensanchar durante cuatro años.
1) “El caso Epstein”. Ya durante el debate con Hillary Clinton en 2016 Trump decía “Hillary debe ir a prisión” por lo cual todos los analistas entendían que se refería a los mails oficiales y privados que ella había enviado desde el servidor ubicado en su propia casa y no desde el oficial del Departamento de Estado. Una estupidez.
En realidad Trump le estaba diciendo que debería ir presa porque ella estaba encubriendo a su marido Bill Clinton como partícipe activo de una enorme red de pedofilia y chantaje VIP. Llegado al gobierno, Trump cumplió: se ocupó de destapar el “caso Epstein” poniendo al descubierto una red VIP de pedofilia y tráfico de menores para el “placer" de algunas de las personas más poderosas del planeta. Actualmente el FBI ya no sabe qué hacer con tantas pruebas reales que incriminan al ex presidente Bill Clinton, al príncipe Andrew hijo preferido de la reina Isabel de Inglaterra, al ex primer ministro de Israel Ehud Barak, al ex primer ministro de Inglaterra Tony Blair, a los artistas Mick Jagger, Phil Collins, Woody Allen, Dustin Hoffman, Kevin Spacey, Elizabeth Hurley, Alec Baldwin, Leslie Wexner dueño de la mítica marca de lencería “Victoria Secret”, la modelo Naomi Campbell, Bernie Ecclestone, el gobernador de Nueva York Andrew Cuomo, al famoso astrofísico Stephen Hawking, Charles Spencer (el hermano de Lady Di), el abogado de Michael Jackson y a una larguísima lista de personalidades de peso mundial como Premios Nobel, políticos, religiosos, artistas, banqueros, empresarios, deportistas, periodistas, intelectuales. Curiosamente, la cabeza visible de esa macabra organización, el banquero de Wall Street Jeffrey Epstein se suicidó el año pasado en una celda de máxima seguridad que era vigilada las 24 horas con extremas medidas (parecida a la que alberga al Chapo Guzmán). En la misma línea que el “caso Epstein” se ubica el “caso Weinstein” en referencia al afamado productor de Hollywood que gustaba abusar de su posición frente a bellas actrices por lo cual fortaleció al movimiento “Mee Too” contra las violaciones y abusos. Todo indica que la publicación de la información incriminatoria que el FBI acumulaba contra los intocables poderosos ejecutivos de Hollywood y gran parte del “medio artístico” e intelectual de la “liberal" California fue promovida desde la Casa Blanca de Trump. De ambos casos (Epstein y Weinstein) Trump habló durante la campaña electoral en 2016 y al llegar al Gobierno cumplió pateando varios tableros donde se guardaban los secretos más vergonzantes de la puritana élite norteamericana.
2) "Estado Profundo” o "deep state". Más allá de sus bravuconadas y amenazas, Trump nunca se dejó embarcar en aventuras de guerra y conflictos que la arraigada burocracia de los Servicios de Inteligencia, la CIA y los diplomáticos de Washington asociada al complejo industrial-militar acostumbraba a promover desde siempre. Fue el único presidente en 40 años que no empezó una guerra. No solamente no atacó Irán ni Venezuela sino que retiró soldados de casi todos los frentes de batalla en los que Barack Obama había dejado al país. En una estrategia inteligente incitó a los europeos a acercarse a Rusia antes de que ésta virara a una alianza con China e Irán (cosa que terminó ocurriendo por la ceguera francesa y alemana). Avanzó en el acuerdo de paz con Corea del Norte y redujo la presencia norteamericana en el conflicto sirio. Promovió los acuerdos de Paz en Medio Oriente y se alejó de las posturas “progresistas" que llevaron a Obama a bombardear Libia, Mali, Afganistán, Irak y Siria. No enfrentó a Turquía como le sugerían sus consejeros del Pentágono y Departamento de Estado cuando ésta aumentó su presencia militar en el Mediterráneo oriental. Su prédica iba acorde con el sentimiento de la inmensa mayoría del pueblo trabajador de Estados Unidos: "¿Por qué participar en guerras que no tienen nada que ver con los intereses estratégicos de Estados Unidos?” A lo sumo y ante la presión creciente que venía del Estado de Israel y de la comunidad evangélica dentro de Estados Unidos, solo atinó a conceder la simbólica mudanza de la Embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalem. También se peleó con las burocracias diplomáticas norteamericanas enquistadas en la Organización Mundial de Comercio, la UNESCO, la OTAN, la OMS, el Acuerdo sobre el Clima de París y tantos otros focos de negocios y prebendas. Volvió a renegociar varios acuerdos comerciales como el NAFTA con México y Canadá, impuso aranceles a insumos básicos como el acero y se enfrentó con la desleal y tramposa China por el 5G y la Inteligencia Artificial. Mientras que su tan criticada política inmigratoria no fue más drástica que la que ya había impuesto el Premio Nobel de la Paz Barack Obama. En materia racial cuestionó la Ley promovida por Joe Biden en 1994 que aceleró el encarcelamiento de negros pobres llevando a Estados Unidos a tener el triste récord mundial de 2,5 millones de presos (la mayoría por delitos menores). No se sometió al lobby de la Organización Mundial de la Salud por el coronavirus como hicieron los europeos, lo que condenaría al quiebre de la economía del país. Trump se presentó siempre como una amenaza al pretender cuestionar el "status quo" impuesto por los "poderes establecidos" en Washington. No atendió jamás los reclamos y pretensiones de la CIA, la Agencia Nacional de Seguridad, el FBI, el Departamento de Estado, el Pentágono, el Departamento de Justicia que son el nervio vital del poder profundo de Washington. Y para colmo el único cuadro que hizo colgar en la Oficina Oval fue el del ex presidente Andrew Jackson que allá por 1830 se enfrentó a los poderosos banqueros que “se enriquecían a costa del pueblo” y que hizo inscribir en su lápida “Yo maté al Banco”. Este es el Donald Trump que su propia clase social odia a muerte.
Nada de esto lo hace ni mejor ni peor persona, ni lo califica de una u otra manera, pero lo posiciona como alguien peligroso para la élite. Y no por ser machista, racista, xenófobo o descortés, porque finalmente son formas que todos comparten en secreto: eso es retórica para los ingenuos e influenciables “progresistas" del mundo. La élite lo odia porque siendo uno de ellos igual se propuso desafiarlos, ponerles condiciones y demostrarles que les podía “joder la vida”. Y siendo un hombre que aún hoy como presidente sigue sacando su propia billetera para darle propina a los “valet parking" que cuidan las limusinas del Servicio Secreto en los hoteles y restaurantes que visita, millones de seguidores le apoyan fielmente cuando sintiéndose portador de una misión histórica, le dijo a Joe Biden: "Yo me postulé a Presidente por todas las cosas malas que ustedes le hicieron al pueblo norteamericano".
(*) Economista, historiador y politólogo de Universidad Sorbona y Georgetown University; analista Internacional