Por Alberto Lettieri, especial para NOVA
Vicente Fidel López fue una figura característica de la segunda mitad del Siglo XIX. Fue historiador, filósofo, economista, hombre de leyes y escritor, además de desempeñar importantes cargos públicos en la Argentina del patriciado.
Era hijo de Vicente López y Planes, autor de la letra del Himno Nacional y figura clave de la política argentina durante las cinco décadas siguientes a la Revolución de Mayo. Vicente Fidel López nos recuerda en sus Memorias un suceso que conmovió a la Buenos Aires de la década de 1820, y que sentó jurisprudencia desde allí en adelante. Cuidadoso en sus formas y profundamente respetuoso de la privacidad ajena, se limita a reconstruir un crimen en el que su autor fue defendido por el padre de López, evitando consignar nombres ni datos identificatorios.
López relata que, en la Buenos Aires de la década de 1820, que era en realidad una Gran Aldea, residía un matrimonio joven, de la alta sociedad porteña, con dos hijos pequeños. Su vida era aparentemente envidiable, hasta que el Diablo metió la cola y la joven esposa comenzó a mantener una relación extramatrimonial oculta. En una sociedad tan pequeña como aquella, y tratándose de una familia acomodada, las conductas de la mujer y de su amante rápidamente fueron descubiertas, y circularon con la velocidad de un rayo, con la aparente excepción de su marido, que parecía no darse por enterado.
López destaca las dudas y controversias entre los amigos del esposo, respecto de la mejor decisión a tomar. ¿Debían advertirle sobre la situación, o ser cómplices de su engaño? A muchos, incluso, les costaba comprender cómo el joven marido no se daba por enterado de la situación, que consideraban como infamante.
Finalmente, creyendo hacer lo correcto, uno de sus amigos le advirtió sobre la situación, y el joven engañado no tuvo más remedio que afrontarla, ante la expectativa y la presión social que se volvían insoportables.
Urgido por esa presión, el joven marido retornó un día a su casa, encargó al personal de servicio que sacara a pasear a los niños, y quedó a solas con su esposa. Poco después se escucharon unos disparos, y la esposa apareció tendida en un charco de sangre.
El padre de López, Vicente López y Planes, tomó a su cargo la defensa. El argumento presentado fue el siguiente. El marido, al retornar a su casa, le habría exigido explicaciones a su esposa, mientras tomaba un arma de su propiedad. Abrumado por las razones de su mujer, perdió el control de sí mismo y toda noción de la realidad, para sólo recuperarla cuando la víctima yacía en el piso, ya fallecida.
¿Quién había disparado ese arma?, se preguntaba el defensor. Por entonces no había comprobación de huellas dactilares, ni ADN, ni otros métodos identificatorios. Si bien era cierto que el joven había montado en cólera, no podía demostrarse que él hubiera hecho el disparo, aunque fuera una de las únicas dos personas que por entonces estaban en la casa. No había testigos, el marido argumentaba no saber qué había pasado.
La respuesta provista por el abogado fue considerada inobjetable por la Justicia. ¡El arma había sido disparada por la Mano de Dios, fuente de toda razón y justicia! De este modo, Dios, con su infinita sabiduría, había puesto fin a los pecados de la joven, y protegido a su marido abochornado de una condena penal suplementaria.
La explicación provista por López y Planes –relata su hijo- se volvió muy popular de allí en adelante, y fue aceptada sin objeciones por la justicia de la época. Recodemos que era una sociedad pacata e hipócrita con pretensiones muy superiores a su cultura y sus medios económicos, en la que la simple fuga de una joven con un sacerdote merecía la pena de muerte, tal como sucedió, algún tiempo después, con Camila O’Gorman, por lo que el recurso a adjudicar a Dios una mano asesina que se encargaba de impartir justicia resultaba una explicación ciertamente increíble, pero socialmente aceptable.