
Por Alberto Lettieri, especial NOVA
Durante siglos, gran parte de los ingresantes a los Monasterios como monjes y monjas no lo hacían por su vocación religiosa, sino como estrategia para escapar a la miseria y el hambre que asolaban a las sociedades medievales. En los ámbitos religiosos se les garantizaba la alimentación y la vivienda, en un marco de austeridad y disciplina sumamente exigentes.
Era frecuente encontrar en esos ámbitos a hijos menores de familias que no podrían ser calificadas como pobres, pero que no contaban con un patrimonio adecuado para sostener a la numerosa descendencia que era característica de la época.
La otra opción posible para los varones era la carrera de armas, pero resultaba mucho más incierta y peligrosa. En el caso de las mujeres, eran recluidas allí no solo las poco agraciadas –con escasa demanda matrimonial- sino también las demasiado bellas –sujetas a las acechanzas masculinas non sanctas- y, sobre todo, a las que por falta de dote no podría garantizárseles el matrimonio. Finalmente estaban las viudas que eran obligadas a la reclusión para “poner a salvo” su buen nombre.
Ante la falta de vocación religiosa, era natural que los recluidos soportaran muy mal el ascetismo y la castración sexual que imponía la vida monacal. Ya que la Iglesia asociaba las prácticas sexuales con la reproducción, los Monasterios no parecían los ámbitos más adecuados para su ejercicio, por lo que su práctica –y hasta la autosatisfacción- exponía a penas físicas y espirituales, autoflagelamientos, exclusiones, y toda clase de vejámenes.
Sin embargo, no siempre la vida monacal era tan triste y moralmente devastadora. En España existieron hasta el Siglo IX los Monasterios Dúplices, en los que residían tanto mujeres como varones. Las autoridades nunca lo terminaron de aprobar, ya que era habitual la máxima “donde está la ocasión, está el peligro”. Pero también quedaba claro que los Monasterios monosexuales propiciaban la práctica de la homosexualidad y la pedofilia.
En esos Monasterios Dúplices, las prácticas sexuales entre los internados eran habituales, con la complicidad de los recovecos y zonas oscuras o de difusa iluminación, y la tolerancia de las autoridades que tampoco, ciertamente, practicaban el ascetismo.
A falta de métodos de prevención sexual efectivos, los embarazos de las monjas se reiteraban. Y concluían con la exclusión de la embarazada y del responsable masculino del embarazo, cuando resultaba posible determinarlo. En muchos casos, la situación se resolvía mediante la reclusión o envío a otro destino de la mujer preñada, y la entrega de la criatura a alguna familia de confianza que la solicitara. Desde la perspectiva institucional, esos embarazos eran muestra suficiente de la intervención o el influyo del mismísimo Demonio.
Pese a la imagen que la Iglesia pretendió difundir, la reclusión de las mujeres aristocráticas no era rigurosa. Salían a menudo para dirigirse a la Corte, y allí no respetaban ascetismo alguno. También era frecuente que las visitaran sus parientes y amigos, en forma privada. Y lo que llama la atención, es que los monasterios en general funcionaban como una especie de hoteles o residencias para la práctica de la meditación y del “recogimiento” de laicos. Y vaya si esto último se practicaba al pie de la letra.
La imagen de moralidad que pretendía dar la Iglesia frente a la sociedad a menudo no conseguía imponerse. Por esta razón los Monasterios Dúplices fueron eliminados en el Siglo X. De todos modos, eso no supuso el fin de los embarazos monjiles, ya que la seguridad de estas instituciones asemejaba a una especie de queso gruyere. En cambio, se evidenció un incremento de la homosexualidad de los internos. Satanás de por medio, como siempre, ya que tal como solía afirmarse: “El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el Diablo y se la sopla”.